Perro mundo
Una de las mediaciones antrópicas que influyó determinantemente en otro ser vivo es lo que el ser humano hizo con el lobo: de un ser extraordinario, independiente, poderoso, libre, fue moldeándose el perro, sumiso, dócil, complaciente, demasiado dulce.
Seres sociales como nosotros, los lobos se aproximaron por oportunistas. En el contexto de la prolífica producción humana, al lobo se le fue haciendo más fácil acercarse a éste para alimentarse que adentrarse en el azaroso laberinto de la caza. Sin negar que tanto lobos y humanos pueden ser entes nobles, por lo que del oportunismo también nació el apego y la “amistad”.
De esa manera, en el marco del asombroso mecanismo adaptativo descrito por Darwin, el lobo se convirtió en perro en acomodo a las necesidades humanas.
El ser humano se aseguró que se fortalecieran los caracteres del perro que le beneficiaran: se crearon las “razas” de perro, cada una, generalmente, con un fin proficiente. Desde el pastor alemán hasta el pitbull, se reprodujeron “cualidades” de los perros “ventajosas”, sea para ayudarnos a cazar, cuidar los hogares o para ser simpáticos acompañantes de nuestras crías. De ahí que existen perros de “razas” que son potencialmente “buenitas”, pero asimismo se hallen razas caviladas para atacar. Y como en el planeta priman las culturas que se nutren de la violencia, pues no es rara, por ejemplo, la historia del dobermann, raza supuestamente fomentada para el combate.
Entonces, los perros son, verdaderamente, una creación humana, posiblemente una de las intervenciones antrópicas que más han cambiado a otro ser vivo. ¿Suerte para el perro, otrora lobo?
Cierto que hay historias de perros felices, afables y pacíficos, finalmente, la respuesta favorable al cariño es una de las manifestaciones más importantes de los seres vivos y eso incluye a los pitbull, rottweiler, dobermann y demás razas “belicosas”.
No obstante, habrá que admitir que a partir de que asumimos la propiedad de un ser vivo, la interacción con tal no será equilibrada y menos horizontal. Por ende, buena parte de los perros son seres dependientes, encerrados y cuyo destino se dibuja en nuestra mala o buena voluntad. Como sus “dueños” nosotros decidimos si comen o no comen (y qué comen), cuándo duermen, cuándo “pasean”, les damos horario para que excreten.
En consecuencia, y siempre salvando los casos de perros y humanos en lazos más equilibrados y libres, campean dos prototipos de maltrato a estos seres que llamamos “mejores amigos”. Por un lado, está el maltrato obvio, directo, el que se denuncia y se repudia socialmente. Remitirse a ese infortunado espécimen de subsistencia reducida al metro y medio de su cadena, a la perrita enclaustrada cual máquina reproductora para que algunos lucren con las crías, a aquellos animales vejados diariamente por “dueños” despiadados o a los apaleados y famélicos perros callejeros.
Pero igualmente está el otro tipo de maltrato, ñoño, paternalista, soterrado y bien auspiciado por una millonaria industria que se sustenta de la fatua y vacía humanización de seres que no tienen por qué adquirir las futilidades homínidas.
Nadie rehúye al asunto de que los perros callejeros o agresivos, pueden representar un problema para las personas y, en el caso de las epidemias de rabia, en relación a la salud pública. Sin embargo, de ahí a esa tendencia de querer poco más que “linchar” a todo perro “suelto” o “peligroso”, sin tomar en cuenta las condiciones a las que muchos de estos animales están sometidos por obra y gracia humana, es medieval, oscurantista y profundamente fascista.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA