Respeto nuestro de cada día
Hace un tiempo, circuló una noticia en la que se comentaban los resultados de una encuesta a nivel mundial y donde Bolivia figuraba entre los países más infelices del mundo. Más allá del escepticismo que abrigan tales generalizaciones, llamó mi atención una de las preguntas formuladas con el objetivo de reconocer “experiencias positivas” en los entrevistados: “¿Fue tratado con respeto durante todo el día de ayer?”
Caray, suena a pregunta simple, vital, sencilla, casi obvia. Entonces, ¿se atrevería a responder?
Salga de su refugio y ¡zas!, tópese con el mar de bocinazos, empujones e insultos que implica el transitar por las calles de las ciudades del país y ay de usted si además es peatón o ciclista, porque los “dueños” de las calles –los transportistas– intentarán que pague la osadía de transcurrir por la vida libre y en calma, y sin las ataduras de los motorizados y sus rutinas frenéticas.
Si su humor, paciencia y entereza mental sobreviven intactos al trayecto, falta todavía la romería de los servicios, los mercados, las oficinas, los “trámites” y otros afanes con los que lidiamos diariamente.
Posiblemente, esa idea de que para conseguir algo hay que sacrificarse, devenga de nuestra historia política, plagada de aquella seguridad de que toda demanda, ecuánime o injustificada, se consigue con la ofrenda de sangre, sudor o lágrimas; reales o fingidas. Las huelgas de hambre, las marchas, los tapiados, etc., transmiten ese mensaje.
Esta característica trasciende la protesta y se inserta en la vida cotidiana ya que, aparentemente, los bolivianos advierten cual “normal” la pésima atención al “usuario” y el maltrato consiguiente, sea en el ámbito público o privado. ¿O existe trámite o servicio en el cual no haya que sacrificarse con horas de dolores de espalda, olores despedidos de las entrañas del prójimo o los berridos de niños soportando el aburrimiento al que involuntariamente son sometidos?
Lo grave es que hasta instituciones privadas o extranjeras conocidas por su “eficiencia” y “buena atención al cliente”, en Bolivia, realizan una suerte de “excepción” y “heredan” el ultraje al usuario, incluyéndose en ello algunas embajadas. Y no chistamos siquiera; no dudamos en materializar un concurso del “sacrificio” para sentir que nos hemos ganado un servicio por el cual pagamos o nos corresponde por derecho.
Igualmente, ¿qué hay de las oficinas, las fábricas, las fuentes laborales? ¿Cuántos de nosotros estamos habituados a tragar sapos, a bancarnos el despotismo del “superior”, a trabajar a deshoras y/o a rifar convicciones y prioridades para preservar una pega, debido a que no queda otra?
¿Y qué decir de quehaceres tan básicos como comprar en los mercados? Por ejemplo, ¿no es “normal” que las “caseras/os” poco más escupan al que tuvo el atrevimiento de examinar un producto antes de adquirirlo? ¿Acaso, los amables vendedores/as, no timan, engañan y venden frutas podridas, insumos defectuosos, productos vencidos cuando se percibe distracción e inocencia en la faz de un bien intencionado comprador?
Terminada la romería de las tareas cotidianas, aún resta el retornar a casa. Y si se siente agotado como para caminar, no tiene coche o no dispone del tiempo suficiente, tendrá que recurrir al transporte “público”. Seguramente, después de mucha espera, no quedará más que internarse en un vehículo donde caben siete pasajeros, pero en el que se “acomodan” diez. Allí, aproveche el típico mutismo generalizado frente a sus “buenas noches”, para volver a preguntarse: “¿Fue tratado con respeto durante todo el día?”
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA