Una escuelita
Increíble; tanto despilfarro, tanto pasanaku, tanta plata para canchas de fútbol; tanta avería en la educación no contribuye al desarrollo de la juventud y la niñez de nuestra tierra.
Cada día el periódico, todos, trae un montón de noticias sobre cientos de miles de millones de dólares invertidos en esto y lo otro, puentes que tardan en terminarse más de lo acordado en contratos seriamente firmados y cuidadosamente dados el “visto bueno”, por una lista larga de funcionarios.
Dineros que son gastados en todo menos en invertir, planificadamente, en la educación. Zonas rurales que no cuentan con escuelas desde tiempos inmemoriales. Profesores que se sienten discriminados con la división absurda de educación urbana y rural; manteniendo esta visión que la educación seccionada toma en cuenta realidades distintas. Mentira de hace muchos años y mantenida por tradición. El abecedario rural es tan ágil y bueno como el urbano.
Ahora tenemos una niña que pide al Presidente que les construya una escuelita. El Presidente con sensibilidad social responde cogiendo en brazos a la niña y seguro de que construirá una escuela.
Lo malo es que se tenga que apelar al corazón de los gobernantes en vez de que los gobernantes demuestren que no hay esquina, en el territorio nacional que no tenga escuelas. Si hay dinero para una cancha de fútbol, tiene que haber dinero para una escuela.
La educación es un derecho y los derechos, como las obligaciones, se cumplen.
En ese lugar aislado se entregó un complejo deportivo. ¿No se sabe de construcciones múltiples? Seguro que los arquitectos podían haber construido, ahí mismo, unas aulas que habrían satisfecho al alcalde y a los habitantes de Chapimayu.
María Esther habría leído el poema felicitando al Presidente por cumplir la ley. Y lo habría hecho de pie y no de rodillas.
Recuerdo que hace muchos años, en primero de secundaria, necesitábamos mapas para las clases de geografía, mapas que demostraran fehacientemente el lugar de Bolivia en el mundo, y no teníamos uno en el colegio Abaroa. Ni uno, solo un mapa negro, se llamaba mudo, y no teníamos más.
Llegaba el presidente René Barrientos, y yo como presidente de mi curso, fui nominado para tratar de pedir al Presidente que por favor nos donara mapas.
El Presidente se alojaba en la casa de una tía mía, podía pasar barreras. Fui, y pasando las policías secretas y militares, llegué a ver al presidente Barrientos. Le hice nuestro pedido, me abrazó y me dijo que lo haría. Han pasado más de 50 años; el regalo acordado no llegó jamás.
El autor es sociólogo y filósofo
Columnas de CARLOS F. TORANZOS