“A mí no me dejó el tren, yo lo dejé”, testimonio de un aborto

Vida
Publicado el 29/08/2018 a las 0h51
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Según los datos de la institución Ipas Bolivia, en nuestro país se practican 163 abortos al día y el 73,1 por ciento de los casos son realizados por mujeres con una unión estable.

Estos son los datos registrados, pero existen muchos otros clandestinos. Por mala praxis, el aborto está considerado como la tercera causalidad de muerte materna. Conozca el testimonio de una de las mujeres que no forma parte de estas estadísticas:

Hace algún tiempo decidí “dejar el tren” y tengo la fortuna de estar viva para contarlo. Cuando esto pasó tenía más de 30 años, contaba con una carrera y posgrado terminados, bastante informada de todos los métodos anticonceptivos, y más de 10 años de vida sexual planificada.

Pero un enero no vi mi sangre fluir como cada mes. Esperé uno, dos, tres días y nada. Le comenté a mi pareja sobre el retraso y decidimos esperar unos días más antes de hacer la temida prueba del embarazo. Mi relación con él tenía ya un buen tiempo, pero nunca estuvo en nuestros planes casarnos ni tener hijos, concordábamos en que el “amor no es eterno” y nos centramos en disfrutar el tiempo que durara lo nuestro.

Pasó una semana y la sangre no venía, era el momento de hacer la prueba, dijimos. Un día antes, él se fue de viaje por trabajo, así que fui sola a un laboratorio para tener mayor certeza del resultado, de esos que están entre el tumulto del comercio callejero.

Mientras estaba en camino imaginaba los escenarios del resultado: si salía negativo (que era lo que esperábamos) sería un gran susto solamente y serviría para tener mayor precaución. Si salía positivo, ¿qué haríamos? Somos mayores, profesionales, pero inestables económica y emocionalmente, además no queremos tener hijos ¿Y si lo tengo sola? Pero no tengo trabajo, no tengo casa, ni pensar en vivir con mis padres con un hijo. Tampoco quisiera mendigar por pensiones alimenticias y hacerme cargo sola del resto de las responsabilidades que implica, no es justo. Imposible pensar en abandonarlo para que “alguien lo adopte”, si es que lo hacen, y no saber cómo y con quien viviría; lo más seguro es que lo llevarían a un orfanato donde sufriría muchos tipos de violencia...

Me dieron el resultado en un sobre cerrado, no lo abrí hasta llegar a un lugar más tranquilo, esperando que sólo sea un retraso. Me fui a una plaza poco concurrida, allí abrí el sobre y lo primero que vi fue “POSITIVO”, en mayúsculas. Un frio corrió por todo mi cuerpo y la preocupación me invadió.

Inmediatamente mandé la foto del resultado por WhatsApp a mi pareja. Me llamó y muy relajadamente me dijo: “Tranquila, lo vamos a resolver”. “¿No quieres tenerlo, no ve?”, me preguntó; aunque más que pregunta sonó a una afirmación. “No en estas circunstancias. Pero la decisión no es solo mía, es de los dos ¿Tú que quieres?”, le dije. “Tampoco en estas circunstancias, no es lo óptimo”, respondió.

“Hay que conseguir las pastillas del Cyto (Misoprostol). Se necesitan cuatro, creo. Debe costar unos 250 (bolivianos). No te preocupes, yo pago”, me dijo. Le dije que son 12. “¿Y tú cómo sabes eso? ¿Estás segura?”, me preguntó un tanto alarmado y acusador también.

Durante mi posgrado, en el exterior, conocí el método del aborto con Misoprostol en una conferencia que dieron en la universidad. Fue un evento académico de mucha reflexión y debate bien argumentado. Ahí nos compartieron el manual: “Aborto con medicamentos: Información segura para decidir”, el cual está basado en datos científicos y protocolos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Después de darle la explicación de cómo tenía esa información y pasarle el manual, me dijo: “Son muchas, será más caro”. “Pero más seguro. No quiero arriesgarme a que salga mal y que me pase algo. Paguemos a mitades”, le propuse. “Ok. Hay que conseguir lo antes posible. No te preocupes, estamos juntos en esto, hasta el final”, me dijo y colgó.

Me tranquilizó que ambos estuviéramos de acuerdo y saber que tenía su apoyo. Pero el proceso apenas comenzaba y él estaría de viaje muchos días. Le conté el resultado a mi amiga más cercana. “Me hice la prueba y salió positivo. Ya hablé con él y no lo queremos tener”, le escribí un mensaje. Inmediatamente me respondió y me dijo que nos veamos para que hablemos. Nos vimos en su casa y le mostré el resultado, me abrazó muy fuerte y me dijo: “Yo te apoyo en lo que decidas”. No cuestionó mi decisión, ni la relación con mi pareja; solo nos pusimos a conversar de los estigmas sociales sobre el aborto. Sentí un gran alivio al sentir su apoyo.

“Me gustaría que mi familia también me apoyara en esta decisión, como se apoya en momentos de enfermedades”, le comenté. Pero mi familia es muy tradicional y está en contra del aborto. Además, para ellos es ley natural tener hijos, no importan ni las condiciones en que se esté viviendo ni nuestros deseos.

Mi madre siempre dice que ella tuvo hijos sin pensar. Se casó porque así tenía que ser, no porque lo deseara. Fue una vida muy dura para ella, como madre y como esposa, por obligación y no por decisión. “Nunca fui feliz”, me comentó hace un par de años. Quedé atónita ante tal revelación, no podía imaginar una vida de más de medio siglo llena de infelicidad. Dedicó su vida entera a su marido e hijos, sacrificó todo por nosotros; pero eso no la hizo plena. Sabía que no podía contar con su apoyo en ese momento, porque a pesar de todo según ella a eso vinimos a este mundo: a casarnos y tener hijos.

Al siguiente día, mi pareja me llamó y me dijo que ya tiene el contacto para comprar las pastillas, pero que la “vendedora” le informó que 12 son muchas, eso me llevaría al “otro lado”, sólo tiene que ser cuatro: dos por vía oral y dos vaginal; además de acompañar con mate de orégano para que funcione. Le dije que no confiaba en ese método y le pregunté si había revisado el manual que le pasé. “¿Te quieres arriesgar con las 12? ¿Estás segura? Yo no me responsabilizo”, me dijo. “Tienen que ser 12 para que salga bien y no me pase nada. Confió en la información del manual y no de la vendedora que no sé de dónde saca esa información”, respondí un tanto molesta. “Mañana a las 10:00 am te verás con ella para comprar las pastillas, 12 a 500 (bolivianos)”, me mandó un mensaje.

Fui sola al lugar acordado y no había nadie, esperé 10, 20, 30 minutos y no aparecía. Yo no tenía el contacto, así que llamaba a mi pareja para que le diga que la estaba esperando, que si venía o no. Finalmente, una hora después apareció y a escondidas, como si fuera droga, me dio las 12 pastillas. Tenía que estar segura de que eran las indicadas, pues sé de muchas estafas, así qué discretamente me fijé el nombre, laboratorio y fecha, todo estaba en orden. Le pagué los 500 y me reiteró que 12 eran muchas, que era peligroso, y antes que me diga su método le dije que tenía información confiable y científica.

Me fui a la casa de mi amiga a guardar las pastillas, pues no quería correr el riesgo que las vieran en casa. Aún faltaba que me hiciera la ecografía para saber con certeza el tiempo de gestación que no tiene que ser más de 12 semanas y si no se trataba de un embarazo ectópico, ya que este procedimiento no funciona en esos casos.

Le dije a mi pareja que ya tenía las pastillas y que faltaba la ecografía, pero para eso tendría que esperar por lo menos una semana más para que el resultado sea más preciso. A lo que respondió: “¿Para qué vas hacer eso? No es necesario, son huevadas. Tomá las pastillas de una vez”. Ahí comprendí que el “apoyo” manifestado de su parte era egoísta, mi bienestar no era parte de su preocupación, sólo quería “resolver el problema” lo antes posible. “Tengo que cuidar mi salud y para eso tengo que seguir el procedimiento del manual al pie de la letra, de lo contrario no funcionará y puede haber efectos graves. No pienso arriesgarme”, le contesté.

Mientras esperaba que pasara esa semana y a pesar de haberle dejado claro que lo haría de esa manera, todos los días él me llamaba o escribía insistiendo que no espere más tiempo y que tome las pastillas de una vez. Por supuesto, no le hice caso. Mi salud era primero.

Con dos semanas de retraso era el momento indicado para hacer la ecografía. Mi pareja seguía de viaje y mi amiga estaba trabajando, tuve que ir sola. En un primer lugar al que fui me dijeron que era muy pronto para una ecografía y que no se vería nada, por lo menos tendría que esperar nueve semanas de retraso. Fui a otro lugar donde si accedieron a hacerme la ecografía transvaginal, porque en la otra no se vería nada.

Entré. Mientras me ponía la bata, el doctor iba preguntando mis datos: nombre, edad, tiempo de retraso, si tenía hijos, estado civil y algo más que no recuerdo. Ya en la camilla procedió con la ecografía y confirmó el embarazo. Lo primero que hizo fue hacerme escuchar los latidos del corazón, reiteradamente. Luego me mostró el embrión de seis semanas de gestación y me dijo: “Ahí está tu bebé ¿Lo ves? Ahí están sus piecitos, sus manitos, está todo su cuerpo ya formado”. Yo miraba atentamente la pantalla y lo único que veía era una mancha blanca, chiquita, sin ninguna forma.

Tuve que fingir alegría y entusiasmo, pues no podía decir abiertamente que habíamos decidido no tenerlo. Fueron los minutos más largos e incómodos que pasé en ese lugar, me sentí invadida y presionada a demostrar felicidad por algo que aparentemente es el objetivo de vida de toda mujer: ser madre.

Después de muchos otros comentarios el doctor por fin me entregó la ecografía en un sobre y salí apresuradamente de ahí. Ya afuera, en la calle, me brotaron las lágrimas, sentía tanto la necesidad de que alguien me abrazara, deseaba que mi pareja estuviera ahí y atravesara todo eso conmigo, pero no fue así.

Con la ecografía hecha que confirmaba que todo era normal, era momento de ponerle fecha. Decidí que fuera el fin de semana venidero, para eso él ya regresaría de viaje y contaba con su presencia. Al comentarle mis planes me dijo: “Tú sabes que en mi casa no se puede, mi viejo estará ahí. Hazlo en tu casa. Le dices a tu mamá que sólo es tu periodo y si te indispones le dices que comiste algo y te cayó mal”. Nuevamente su “apoyo” eran sólo palabras y ninguna acción. Decidí no hacerlo en casa e irme a un hotel, tendría privacidad y cierta comodidad, aunque arriesgándome a estar sola si me pasaba algo.

Le escribí a mi amiga para ir a recoger las pastillas. Fui a su casa temprano y al saber lo que me dijo mi pareja, me ofreció su casa. Ella tampoco estaría pues tenía que ir a trabajar, pero al menos estaría cerca, a unos 10 minutos caminando. Me dejó comida, su computadora para que viera películas y me distraiga, y todo lo necesario para que me sintiera cómoda. Se fue a trabajar y se notaba la preocupación en su rostro, sé que quería acompañarme, pero no podía.

Ella me escribió todo el día para saber cómo estaba y para darme ánimos también. Mi pareja también me escribía y llamaba para saber si todo estaba saliendo bien. Al final del día había concluido con el procedimiento: cuatro pastillas cada tres horas, sin ninguna complicación ni malestar, y sangrado regular, no era excesivo.

Mi amiga me propuso ir a cenar pizza por ahí cerca, para que salga y me distraiga un poco. Fui caminando y se puso a llover, tuve que apresurar el paso. Mientras esperábamos la preparación de la pizza, empecé a sentir fuertes retorcijones y mucho sangrado, me dio escalofríos y sudor, me sentía débil y mareada, me puse pálida. Nos asustamos, pedimos la pizza para lleva y tomamos taxi a su casa, no podía sostenerme en pie.

Al llegar me metí al baño por un buen rato. Había mucho sangrado. Le escribí a mi pareja para avisarle lo que había pasado y que tal vez tenía que ir al hospital si es que empeoraba. No respondió hasta las 2 de la madrugada. Mi amiga me preparó un mate de manzanilla y me recosté un rato. Afortunadamente, me reestablecí pronto. Después de comer y ver una peli nos fuimos a dormir. Al despertar, me alivió el poder ver un nuevo amanecer, estaba viva.

 

No se da ni el nombre ni la edad de la mujer para resguardar su identidad.

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