LA ESPADA EN LA PALABRA
Desde hace unos ocho años escribo un diario, que ni es tan diario porque no tengo la disciplina o el tiempo suficientes para escribirlo diariamente. Lo escribo unas tres veces a la semana. Pero aquel hábito, hasta el día de hoy, me ha dado muchas satisfacciones emocionales, psicológicas e intelectuales. Lo inicié con el objetivo un poco vanidoso de que mis sucesores familiares —si los tengo— sepan algo de este escribidor rebelde, soñador y algo ingenuo.
Trabajo en el mundo académico, pero debo decir que me repugna el remilgo académico, y en este sentido, soy profundamente antiacadémico. Amo la libertad y la creatividad. Einstein, Nietzsche o Zweig, por ejemplo, no necesitaron supervisión universitaria alguna para elaborar sus mejores trabajos. De otra forma, su potencial tal vez hubiese quedado atrofiado y la humanidad no hubiese conocido sus frutos. El ritual académico constituye casi un culto, y, como todo culto, es muy respetado por legiones de profesores de muchas instituciones del mundo.
Mi padre nació en el bucólico cantón de Chuma (capital de la provincia Muñecas) por una situación fortuita. Su padre (mi abuelo) era militante de la FSB, y por aquella época (principios de los años 60) la persecución del MNR a los disidentes aún era virulenta. Para entonces mi abuelo ya había sido golpeado y arrestado en la cárcel de San Pedro, como preso político. Cuando mi padre ya estaba por nacer, la joven pareja que lo tendría tuvo que escapar de La Paz a Chuma, donde sus padres (mis bisabuelos) poseían propiedades campestres desde hacía varias décadas.