A 17 años del inicio de un ciclo político

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Publicado el 27/03/2017 a las 0h00
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SUBLEVACIÓN | ENTRE MARZO Y ABRIL DE 2000 “LA GUERRA DEL AGUA” DESATADA EN COCHABAMBA SE CONVIRTIÓ EN LA PRIMERA GRAN DERROTA DE LA ERA DE GOBIERNOS NEOLIBERALES. EL GOBIERNO DE HUGO BANZER NO LOGRÓ IMPONER UN ESTADO DE SITIO MIENTRAS EL CONFLICTO SE EXTENDÍA AL PAÍS.

La era neoliberal duró 18 años y dos meses en Bolivia. La hegemonía de aquellos partidos que desestatizaron la economía y alternaron promiscuamente alianzas empezó en agosto de 1985 y concluyó en octubre de 2003. Inicialmente, primaban los bríos del cambio, los impulsaba una coyuntura internacional que hablaba del “fin de la historia” y de una definitiva victoria capitalista. Varios de los nuevos dueños del poder proyectaban su vigencia ad infinitum, pero el fin de su historia empezaría aquel abril de 2000.

Los neoliberales llegaron al poder tras el colapso generalizado que había marcado a Bolivia durante el gobierno izquierdista de la Unión Democrática y Popular. Víctor Paz Estenssoro, primero, y Jaime Paz Zamora, luego, lideraron ocho años de estabilización y ajuste estructural (1985 – 1993). En el siguiente cuatrienio se produjo un veranillo de inversiones extranjeras debido a la privatización de las principales empresas estatales (1993 – 1997). Encabezó aquel proceso el magnate minero Gonzalo Sánchez de Lozada (Goni), la figura emblemática del neoliberalismo boliviano.

Y entre 1997 y 2001 al ex dictador Hugo Banzer le tocó heredar un proceso recesivo que atizaba un volcán de descontento social. La tasa de desempleo, en las cifras oficiales se acercaba al 10 por ciento. El subempleo y el infraempleo empezaron a colmar las calles bolivianas y absorbían a más del 60 por ciento de la fuerza laboral boliviana. Los sindicatos de productores cocaleros crecieron. Y, como salida extrema, se disparó un éxodo sin precedentes de emigrantes bolivianos a Argentina, España y Brasil, entre otros países.  

Para lograr apoyo externo, especialmente estadounidense, Banzer se había comprometido a acentuar las privatizaciones, esta vez de los servicios básicos. Entre sus medidas desesperadas también preveía el alza de impuestos. A ello añadió acuerdos para erradicar las plantaciones cocaleras ilegales, bajo el eslogan “coca cero”. Su fama y experiencia represiva de los tiempos de la dictadura le servían de escudo de confianza. Pero habían pasado más de 20 años y tanto el mundo como el país eran distintos.

 

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La tensión creció día tras día. A fines de enero, la crispación social paralizaba recurrentemente Cochabamba.
Hernán Andia

EL DETONANTE

En septiembre de 1999 aquel gobierno vendió a un consorcio internacional, llamado Aguas del Tunari, Semapa, la compañía municipal de agua de Cochabamba. El conglomerado inversor estaba formado por las empresas estadounidenses Bechtel y Edison, la española Abengoa y los grupos empresariales bolivianos, como Petrisevic S.A. y Soboce. Y a principios de enero decretó, de la noche a la mañana, un incremento en las tarifas de entre el 30 y el 300 por ciento.

A aquella determinación se sumaron medidas que agravaron la tensión: para blindar los intereses de las multinacionales, el Congreso Nacional aprobó la Ley de Aguas 2029. La norma abría la puerta para que estas empresas cobraran por el uso particular de los acuíferos públicos. Es más, quedaba establecido que los ciudadanos tuvieran que hacer frente a las deudas con sus bienes inmuebles. Aguas del Tunari podía cobrar por el agua que los vecinos obtuvieran de sus pozos, del río y hasta de la lluvia.

La  nueva ley no sólo privatizaba el sistema público de agua, sino también los pequeños sistemas autónomos que daban abastecimiento a un 60 por ciento de Cochabamba. Peor aún, la empresa no se comprometía a mejorar la crítica falta de provisión de agua que afectaba a la capital valluna. La segunda semana de enero se empezaron a movilizar organizaciones campesinos que llegaron a la ciudad, y recibieron apoyos de sindicatos, dirigentes cívicos, vecinos, agremiaciones de profesionales y universitarios. Se buscaba negociar con las autoridades, pero la respuesta alternaba entre la indiferencia y las amenazas cada vez más altisonantes.

Empezó a centralizar las protestas la Coordinadora del Agua y de la Vida cuyo portavoz era Oscar Olivera. Destacaba en especial la Asociación Nacional de Regantes, encabezada por Omar Fernández. Y paulatinamente fueron manifestándose las organizaciones de productores cocaleros dentro y fuera de la ciudad. Las dirigía el entonces diputado Evo Morales Ayma, beneficiado frente a las primeras reacciones de las autoridades por su fuero parlamentario.

 

MÁS TENSIÓN

La tensión creció día tras día. A fines de enero, la crispación social paralizaba recurrentemente Cochabamba, pero además empezó a recibir apoyos en el interior del país. En La Paz, la Confederación Nacional Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB) se declaró en emergencia y lanzó un ultimátum. Encabezaba a este sector el ex guerrillero Felipe Quispe Huanca.

La mayoría de las organizaciones movilizadas eran nuevas, todos los líderes eran nuevos. Los clásicos gremios sindicales, derrotados en 1985, observaban imágenes propias de décadas pasadas, y al mismo tiempo se sentían relevados. El Gobierno se mostraba soberbio, poco dado al diálogo y desempolvaba las viejas recetas de los años 70. Uno de los ejecutivos del consorcio, Geoffrey Thorpe, advirtió con aires de autosuficiencia: "Si la gente no paga sus cuentas del agua se le cortará el servicio". Tras frustrarse la primera negociación que contó con la mediación de la Iglesia Católica e iniciarse las primeras detenciones de dirigentes la guerra pareció irremediable.

Y la declaración de hostilidades no tardó en llegar. La Coordinadora anunció para el 4 de febrero “la toma pacífica de Cochabamba”. El régimen banzerista dispuso la inmediata movilización de destacamentos policiales especiales hacia Cochabamba. Los cuarteles militares estaban en alerta y redobló la vigilancia de la ciudad con fuerzas policiales antidisturbios.

El ministro de Gobierno, Walter Guiteras, anunció: “La autoridad instituida por ley no permitirá ninguna marcha ni menos una toma de la ciudad, para lo cual ha dispuesto las medidas correspondientes”. Olivera respondió a nombre de los movilizados: “Ante la militarización de la ciudad, como en tiempos de la dictadura banzerista, los cochabambinos saldrán a las calles a recuperar la palabra, el derecho a reclamar y también la democracia”.

Nada, ni siquiera vuelos rasantes de avionetas de la Fuerza Aérea Boliviana, la madrugada de aquel 4 de febrero, intimidó a los movilizados. No sólo fue la jornada más violenta en al menos una década, sino que los enfrentamientos continuaron hasta el día siguiente. Se registraron más de 100 heridos. La Defensora del Pueblo, Ana María Romero y el Arzobispado gestaron una urgente comisión mediadora. Y, finalmente, las negociaciones acordaron la revisión de las tarifas y la nueva Ley de Aguas.

 

NUEVAS BATALLAS

Pero el Gobierno quiso utilizar la tregua estratégicamente para aplacar el conflicto. En las negociaciones se cerró a tan sólo negociar una racionalización en las tarifas. Se negaba a tocar la Ley o a romper acuerdos con el consorcio que había privatizado el servicio de agua. Empezaron a surgir nuevas marchas y protestas. La Coordinadora lanzó la iniciativa de una consulta popular para que la ciudadanía decida el destino de Aguas del Tunari. El segundo domingo de marzo el virtual plebiscito tuvo un rutilante éxito pues cientos de miles de personas se acercaron a las mesas instaladas. También los diputados cochabambinos aceleraban iniciativas en el Congreso que perfilaban una solución legal relativamente armoniosa que hasta dividía a los grupos movilizados.

Pero el Gobierno jugó sus cartas en el Congreso y varios de sus operadores, a lo largo de marzo empezaron a dilatar las reuniones y apostar por el empantanamiento. Como respuesta se convocó a iniciar el 4 de abril un paro indefinido en Cochabamba hasta que se resuelva el pleito. El Gobierno apostó entonces a que la medida agote la paciencia de la población y a vencer por cansancio. Pero no sólo Cochabamba se paralizó por completo.

Ese 4 de abril se masificaron contundentes bloqueos campesinos en torno a La Paz y los cocaleros iniciaban cierres en la vía a Santa Cruz. Entonces las autoridades jugaron sus peores cartas. Primero convocaron a nuevas negociaciones con la Coordinadora, pero cuando los delegados llegaron procedieron a arrestarlos y a anunciar Estado de Sitio. La trampa indignó hasta a los mediadores y el propio arzobispo de Cochabamba, Tito Solari, se declaró “preso voluntario”. Luego, sorprendieron, pidiendo disculpas a los detenidos y negando la vigencia de la medida de excepción. 

 

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Nada, ni siquiera vuelos rasantes de avionetas de la Fuerza Aérea Boliviana, la madrugada de aquel 4 de febrero, intimidó a los movilizados. No sólo fue la jornada más violenta en al menos una década.
Carlos López

LA CONFRONTACIÓN TOTAL

El 5 de abril se iniciaron multitudinarias protestas en Cochabamba. Las masas amenazaban con cada vez más vehemencia la toma de instituciones públicas. De pronto, el prefecto de Cochabamba, Hugo Galindo comunicó al arzobispo Solari que el consorcio Aguas del Tunari había decidido irse del país. El anuncio desató una jubilosa celebración y el levantamiento espontáneo de los bloqueos. Pero horas más tarde Galindo fue destituido y esta vez sí entró en vigencia el Estado de Sitio.

Se efectuaron detenciones de dirigentes e incluso se produjeron sesiones de torturas a varios manifestantes. Tropas militares salieron a las calles. Mientras el Gobierno anunciaba el restablecimiento del orden, en La Paz estalló un motín policial en demanda de mejoras salariales. La tensión entre uniformados predispuestos a enfrentarse llegó a 200 metros del Palacio de Gobierno. El Gobierno cedió a las demandas policiales, pues en el altiplano surgieron enfrentamientos y en Cochabamba las masas ignoraban el Estado de Sitio.

Las autoridades acentuaron la violencia de sus medidas. Los militares empezaron a hacer uso de armas de fuego para evitar que miles de jóvenes tomen las instituciones y la sede de Aguas del Tunari. Pero, lejos de aminorar las movilizaciones, las fuerzas del orden empezaron a verse en el riesgo de ser rebasadas. En las calles empezaron a sumarse decenas de heridos y un francotirador militar mató al adolescente Hugo Daza de 17 años.

Con las fuerzas militares y policiales replegadas en sus cuarteles, la ciudad amaneció el 6 de abril tomada por los manifestantes. Dos días más tarde el Gobierno aceptó todas las demandas y el 11 de abril el Congreso rubricó los acuerdos. La violencia en el altiplano paceño sumó la muerte de cuatro manifestantes y un capitán del Ejército. Mientras el conflicto cochabambino llegaba a su final, los pleitos de los movimientos cocalero y de las alturas andinas apenas sumaban sus primeras batallas. 

Banzer y su entorno comprendieron que, a diferencia de los 70, las fuerzas represivas ya no podían imponerse a un país intensamente movilizado. Conocieron además la presión de las instituciones y los medios de un sistema democrático consolidado. Sintieron una especie de orfandad y hasta temor de la condena internacional. Y probablemente, intuyeron que les amenazaba con un peso creciente la emergencia de un nuevo tiempo que los desplazaría para siempre.

El poder que varios de los protagonistas de la Guerra del Agua alcanzaron años después derrotando a Gonzalo Sánchez de Lozada es harto conocido. También el hecho de que ni entonces ni ahora ha habido administradores que demuestren la capacidad de superar la crisis de agua que crónicamente afecta a Cochabamba.  

(Con datos de La Razón, Los Tiempos, “La Guerra por el agua en Cochabamba, crónica de una dolorosa victoria” –Manuel de la Fuente-, Memoria Viva, La Prensa y El País).

 

“La mayoría de las organizaciones movilizadas eran nuevas, todos los líderes eran nuevos. Los clásicos gremios sindicales, derrotados en 1985, observaban imágenes propias de décadas pasadas, y al mismo tiempo se sentían relevados ”

 

“las autoridades sintieron una especie de orfandad y hasta temor de la condena internacional. Y probablemente, intuyeron que les amenazaba con un peso creciente la emergencia de un  nuevo tiempo que los desplazaría para siempre”

 

“Mientras el Gobierno anunciaba el restablecimiento del orden, en La Paz estalló un motín policial en demanda de mejoras salariales. La tensión entre uniformados predispuestos a enfrentarse llegó a 200 metros del Palacio de Gobierno”

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