Arani es mucho más que su pan
Norman Chinchilla
Arani no es sólo su pan, su hermosa iglesia y su bella Virgen. No, este plácido pueblito ubicado a 55 kilómetros al sudeste de Cochabamba a pesar de que –como todos los otros– va perdiendo su identidad provincial con las construcciones modernas, esconde encantos poco publicitados y conocidos.
El paisaje de los alrededores de Arani está marcado por algunas serranías como la de la gran foto debajo de este texto y cuya forma evoca sin equívoco la de un elefante dormido. Y es así como llaman los lugareños a este cerro.
Pero no sólo son serranías lo que se encuentra en las proximidades de Arani. A cinco kilómetros de su plaza, hacia el sur, está Pocoata, un valle fértil de un verdor paradisíaco en cuya ladera oeste se asienta un pueblo de una sola calle, sin aceras, con casas cuyas fachadas y balcones, aunque poco numerosos, crean un ambiente encantador.
Antes de terminarse, la calle –larga de poco más de medio kilómetro– se divide en dos. Una parte asciende a una moderada altura donde están las ruinas de la antigua iglesia del pueblo (foto de arriba a la derecha). Ruinas, sí. Pero espectaculares por su dimensión.
Muy cerca de ellas, un añejísimo ceibo sorprende por su tamaño y vitalidad. En los alrededores, las gallinas pasean sin timidez alguna buscando gusanos entre las plantas floridas que crecen pegadas a las fachadas. Aparte de las aves, ni un alma. Un viento gentil sopla silencioso. El tiempo parece detenido, sin lugar.
Por la otra calle, la que baja, se llega al río, al agua que discurre entre los cantos rodados con un murmullo alegre. Alegre como parecen las plantas, silvestres y cultivadas, que crecen en todo lo ancho del vasto lecho del valle, desparramando un abanico de verdes rutilantes: trigo, papas, durazneros, maíz… Al fondo, río arriba, en un bosquecillo, los altos eucaliptos mecen sus esbeltas copas al viento aún silencioso.
En la ladera opuesta al pueblo, la empinada ladera del cerro del calvario de Arani muestra su flanco, amarillo de hierba seca. A sus pies, paralela al cauce de río, una acequia lleva agua a un molino, el más próximo al pueblo y en pleno funcionamiento.
Al acercarse, un ruido sordo y grave que parece el lamento intermitente de algún animal fabuloso despierta la curiosidad: es la muela superior del molino que gira, casi ociosa, con muy poco trigo que moler.
Este molino, movido por agua, funciona con una perfección asombrosa, fruto de una tecnología vieja de 2.500 años, Wikipedia dixit.
El grano –que se muele por el roce entre dos enormes cilindros chatos de piedra, de unos 80 centímetros de diámetro: las muelas– cae al espacio de molienda, por una canaleta de madera, en una cantidad determinada de manera automática por la velocidad de giro de la muela.
Automático, sí. Y sin más energía que la cinética originada en un aspa horizontal movida por el chorro del agua que llega con cierta presión. Ni más complicación que un trozo de madera –la tarabilla– posado sobre la muela y asegurado por una cuerda a aquella canaleta. La tarabilla se estremece con el giro de la muela y su vibración se transmite –por la cuerda– a la canaleta, sacudiéndola. Así a mayor velocidad, mayor vibración y más grano que cae entre las muelas.
Hay que verlo para maravillarse.
TRUCHAS Y PLANTAS
Cien metros más arriba de ese molino, vive don Ruperto, un araneño de cierta edad que conoció mundo trabajando como soldador de precisión. En ese afán conoció una granja piscícola cuyo diseño reprodujo en su Arani natal.
Magníficas las truchas de don Ruperto. Él y su entorno familiar las cocinan los fines de semana y su restaurante al aire libre “se llena de gente”, comenta. ¿Está orgulloso de su vivero? “Estoy más orgulloso de mis plantas”, responde orondo. Y nos las muestra: docenas de especies, frutícolas muchas, de flores la mayoría. Colores y formas familiares algunos, desconocidos en los jardines cochabambinos, la mayoría. Decididamente, el valle de Pocoata asombra.
EL CONVENTO DE SANTA CATALINA
A cinco kilómetros al sur de Arani está Collpa Ciaco, otro plácido y silencioso pueblito donde se erige una edificación abandonada hace más de siglo, magnífica a pesar de los destrozos del tiempo y del vandalismo de visitantes depredadores. En torno a un patio central, rodeado de galerías encolumnadas están las amplias habitaciones de lo que fuera un convento agustino. En una de ellas persiste el papel tapiz de las paredes con su diseño sobrio. Otro ambiente luce el hollín acumulado en los muros durante años: la cocina, sin duda. Una estrecha escalera lleva al piso superior que se encuentra en peor estado de descalabro, pero conserva –igual que el resto– un cierto aire místico y una serenidad intensas que mitigan la tristeza que inspira el abandono.
La misma escalinata se estrecha en el tramo que conduce a la torre que domina la edificación desde uno de sus ángulos. Sus campanas están ahí, listas para sonar, excepto una rajada de arriba abajo.
Al medio del patio cuadrangular, existía una fuente de piedra tallada. “Se la han robado una noche, hace años”, cuenta Jorge Bráñez, responsable de Cultura y Comunicación de la Alcaldía de Arani.
LA CASA ENCANTADA DE HUGO
Arani esconde tesoros a la vista de todos, sin embargo, pocos son capaces de maravillarse con el encanto de un lugar que enamora a los espíritus receptivos, este es el caso de Hugo, que administra un restaurant en su casa, a dos cuadras de la plaza, donde ofrece deliciosos platos criollos a buen precio.
Este quillacolleño perdió el corazón en los ojos de una araneña que lo enamoró y el embrujo de un caserón más que centenario marcó su destino. “Me enamoré del lugar, de esta casa, y luché mucho por conservarla y mantenerla. Yo estaba construyendo mi casa en Quillacollo, pero al ver esta construcción histórica, abandoné la de Quillacollo y decidí vivir en Arani. Estaba en venta desde hace muchos años y nadie quería comprarla”.
Y es que todo lo que tiene historia tiene fuerza: el olor de lo antiguo cautiva junto con el trabajo de manos invisibles cuya huella permanece como esculpida en los muros, los techos y los balcones de antaño. Todo el lugar se encuentra magnetizado por la fuerza de la tierra y de unas presencias indefinibles.
Indefinibles, pero “que hacían erizar nuestros cabellos en la nuca siempre que entrábamos aquí”, dice la esposa de Hugo, mostrando el oratorio de la casa. Una de las paredes tiene dos metros y medio de espesor. Encima de un macizo bloque de piedra, descansa una imagen de María. Es lo único que no estaba ahí cuando los actuales dueños tomaron posesión de la casa.
Entonces, ese lugar no era un oratorio y fue allí donde Hugo hizo un círculo de flores en el suelo, como parte del rito instruido por el antiguo –¿primer?– dueño de la casi derruida casa, que lo visitó en su sueño revelador. Cumplido el encargo, los pelos dejaron de pararse de espanto cuando se entraba allí.
Y Hugo también cumplió la misión que se había dado como resultado de aquel sueño: “mantener el espíritu y la belleza histórica” del caserón que ahora es el hogar de su familia. Para lograrlo tuvo que superar la incredulidad de los lugareños que veían en el inmueble sólo escombros y basura. Si las casas tienen ajayu, espíritu, ésta, que parece haber escogido a sus dueños, lo demuestra bien.
El caserón conserva una mitad original, la que da a la calle. La otra es de construcción reciente, ahí está la sala del restaurante. La cocina es la misma que siempre fue cocina, desde que construyeron el caserón. Al ingresar al inmueble parecería que la casa observa, respira e invita silenciosamente a recorrerla. Anchos pilares, pesadas puertas de madera, arcos, techos elevados, gradas y generosos balcones se complementan con columnas de hormigón y de eucalipto –que “están donde eran los cimientos de la antigua construcción”– piso de cerámica y paredes de ladrillo visto. Desde uno de los balcones, Hugo nos observa rodeado de su esposa y su hija. En su casa, el tiempo no parece detenido. El pasado no es nostálgico ni el presente agresivo.
HARINA Y PAN
La ruta que sigue el pan de Arani hasta llegar a nuestras mesas comienza en los trigales de Pocona.
Una vez cosechados y trillados, los granos se lavan en el río y se los secan al sol, como en la foto de arriba a la izquierda.
Luego, ese trigo se muele en el molino hidráulico.
La harina resultante se mezcla con otra argentina, en proporciones de las que los panaderos araneños no quieren hablar.
IGLESIA
JUNTO CON EL PAN, ES LO MÁS FAMOSO DE ARANI, ESTE REPORTAJE LA MENCIONA SÓLO EN ESTAS LÍNEAS.