En totora viven belleza e historias
Totora es una ciudad pequeña cuyo paisaje es familiar incluso para quien la visita por primera vez. Su plaza principal, sus estrechas calles en pendiente, sus puentes, su río y los cerros que la rodean aparecen en innumerables obras plásticas –pinturas acrílicas, al óleo, o acuarela, grabados o dibujos– ejecutadas por docenas de artistas famosos o menos célebres. Más aún: cinco películas han sido filmadas en sus ambientes exteriores, la más publicitada de ellas “El día que murió el silencio”.
Pero por más familiar que sea, no deja de deslumbrar, precisamente por esa arquitectura colonial con sus balcones de balaustradas en hierro forjado que adornan fachadas de un estilo homogéneo y crean un paisaje urbano que hace pensar a un estudio de cine.
El tiempo parece detenido en este lugar: muy pocas casas, poquísimas, son de construcción reciente; las calzadas, todas, incluidas las de su plaza, están empedradas con cantos rodados. Qué diferencia con cualquiera de los otros pueblos de Cochabamba, donde las edificaciones modernas remplazan progresivamente a las de adobe, construidas en la colonia, y después, durante la república.
Aquí no, el tiempo está felizmente congelado. Y eso “gracias al terremoto”, señala Martín Uyardo Sullcani, responsable de Cultura y Turismo del Gobierno Autónomo Municipal de Totora. Y es cierto, el terremoto que en mayo de 1998 casi arrasó Aiquile y afectó algo menos a Mizque, dañó seriamente muchas casonas totoreñas. Entonces el país tomó conciencia del tesoro arquitectónico en peligro de extinción de este pueblo. Así, una ley declaró al poblado Patrimonio Nacional, proscribiendo la destrucción de su arquitectura y posibilitando su restauración.
Esa es una historia de dos décadas. Pero la historia de esa joya que es Totora se remonta a más de un siglo atrás. Toda esa maravilla que hoy exhibe el pueblo es fruto de la gran riqueza generada por la agricultura y, especialmente, por el comercio de la hoja de coca producida en los yungas de Vandiola y destinada a las minas.
Esos cocaleros de corbata y chistera cuyos retratos cubren el salón principal de la casa de la Cultura hicieron florecer una pequeña urbe de bellas casonas, de refinada cultura… y de leyendas cuyo espíritu parece habitar para siempre las calles y alrededores de Totora.
EL AJAYU TOTOREÑO
Haciendo aún más intenso el disfrute que ofrece su paisaje urbano, la historia que parece tangible en estas calles, plazoletas, puentes y casonas, cautiva y sorprende.
El relato de episodios del pasado en labios del guía totoreño, enamorado de su terruño, reaviva, hace evidente, el alma que puebla este lugar pleno de anécdotas y cuyo pasado más brillante y cosmopolita no parece tan lejano.
Como lo evidencia en su hermosa plaza, rodeada casi completamente de galerías con columnas y bellas casonas. Una de ellas exhibe sus arcos angrelados, típicos de la arquitectura moresca, construida por un rico totoreño de origen árabe.
Casi en el centro de la plaza, las columnas de la glorieta que la adorna están decoradas con un rostro de facciones muy europeas. Esas máscaras de metal repujado corresponden al conde Gaspar de Peramás, un noble español que habitó Totora en tiempos de la Colonia.
Este personaje estaba cautivado por el pueblo y sus encantos y eso lo llevó a realizar obras que lo embellecieron y contribuyeron al bienestar de sus habitantes.
Otro personaje, este de principios del siglo XX, tuvo un carácter muy distinto, opuesto. Su historia pervive en la memoria totoreña y está documentada por fotografías tomadas poco antes de su ejecución, por fusilamiento…
SOBERBIA Y CRUELDAD
En esas fotos, exhibidas en la Casa de la Cultura de Totora, Aureliano Medrano muestra una soberbia impensable en un condenado a muerte. El hombre la mereció por su extraordinaria crueldad al castigar a una mujer que se resistió a satisfacer sus apetitos lascivos. Medrano tenía la costumbre de fornicar con quien se le antojaba y a las mujeres sólo les quedaba someterse a la abusiva autoridad del hacendado. Hasta que una se resistió. Como castigo, el hombre le cercenó un seno y lo arrojó a sus perros, delante de un tumulto de mujeres a las que convocó para aleccionarlas y prevenir posibles rebeliones.
Por ese acto, enfrentó un proceso judicial que concluyó con la inevitable sentencia de muerte. La historia oral refiere que una comunicación telegráfica de la sentencia emitida por un tribunal superior y que anulaba su ejecución se “extravió” en la oficina de telégrafos hasta después de la ejecución. Quizás esa versión es cierta y la arrogante actitud de Aureliano Medrano se debe a que estaba seguro de que esa absolución llegaría a tiempo, y le salvaría la vida. No fue así y lo fusilaron en el ceibo de las ejecuciones, el mismo donde ejecutaron a otros personajes, como la Cruel Martina, la bella mujer que hizo chicharrón de su bebé indeseado, para servirlo al progenitor que la había violado.