Sicaya, tierra fértil de contrastes
Sicaya está al sur de la ciudad, a menos de 100 de kilómetros, o un par de horas, en la provincia Capinota, a cuya capital, se llega por una vía pavimentada. Y de ahí se continúa hasta el pueblo aquel, por un camino de tierra.
El camino parte de Capinota y transcurre paralelo al trazo de la vía férrea Cochabamba-Oruro, la misma vía férrea que sobrevive aún en varios lugares, nostálgicos lugares, donde el terraplén resiste al tiempo y a las inclemencias, con sus durmientes –alineados, paralelos, uno tras otro a una distancia de 60 centímetros– y sus rieles fijados encima con unos clavos inmensos, inmensos y sólidos. Sólidos como ese puente, todo de hierro, que venció a innumerables riadas y conserva en sus soportes verticales, cruzados, angulares, grandes cantos rodados, trofeos que atrapó al paso de las torrentosas aguas de verano.
El camino de Capinota a Sicaya trascurre entre curvas diversas, leves subidas y leves bajadas, a la derecha la ladera de los cerros, a la izquierda, por momentos, las rieles abandonadas o lo que queda de esa vía, y más allá el lecho de un ancho río, de color rojizo, con algunos cursos de agua, con algunos sembradíos. Y de trecho en trecho, algún caserío, algún pueblito –vehículos estacionados, palas mecánicas, volquetas–, una estación de ferrocarril convertida en puesto de Policía. Por el camino, circulan vehículos de transporte en común, minibuses, una única bicicleta, motos, vacas, toros, becerros, gente del campo…
Ese contraste entre el río que –aunque estemos en pleno otoño– se adivina temible en tiempo de lluvias y las gentes y sus viviendas y sus poblaciones arrimadas a la montaña o al borde del río, anuncia otros contrastes: los de Sicaya, el gentil pueblito al que se llega poco después de atravesar un puente largo de casi 300 metros, un trecho a través de una casi planicie y otro río, éste sin puente y de más de cuatro cuadras de ancho.
El pueblo
Y ahí está Sicaya. La calle trepa del río, en ligero declive, angosta y empedrada y nos conduce directo a su plaza, plácida, bajo el sol de la mañana. Un minibús se vacía de sus pasajeros, otro se prepara para partir. Los verdes de las hojas de los árboles, numerosos y de varias especies, brillan como recién limpiados en esa limpia plaza con banquitos, una glorieta y una fuente con una especie de esculturas naturales de extrañas formas y de colores pétreos.
En una esquina, la iglesia, de diseño moderno, de piedra, se erige en el mismo sitio donde estaba la original, evocada con nostalgia por los ancianos sicayeños: “la han desatado buscando un tesoro que dice que había escondido”, cuentan. En la esquina aledaña, la alcaldía, moderna también y brillante de sus vidrios coloridos en sus dos plantas. Y las calles: estrechas, sin veredas ¿para qué? Son apenas cinco que van del río a las montañas, y otras tres o cuatro perpendiculares a las primeras.
Subiendo por una de esas que bordea la plaza dejamos atrás el pueblito, rumbo a los molinos de agua. Primero unos 10 minutos de trayecto en vehículo hasta las orillas del río Jarca, y luego a caminar. Las aguas cristalinas del Jarca cantan entre las piedras bajando por el torrente que se abre camino entre inmensas rocas, en un lecho bordeado por dos cadenas de cerros.
Río arriba, en el horizonte –que no parece demasiado lejano–, un trío de montañas luce, en empinadas laderas –donde no las cubre la vegetación– sus colores rojizos, grises, verduzcos, ocres.
Ahí arriba, donde desaparece el cañadón, nace el río Jarca, “de un ojo de agua que sale de la base del cerro”, explica Reynaldo Luján Ferrufino, Intendente Municipal en funciones y guía improvisado.
Juncos, arbustos, algunos molles, sotos, otros árboles y multitud de plantas cubren el accidentado lecho del torrente y su verdor asciende las laderas de tierra colorada. Un estrecho sendero que parece jugar a las escondidas con el río, y con el caminante, lleva a los molinos: hay varios, alguno en ruinas, el resto no, pero cerrados –con puertas sin llave– pues no es la época de molienda. Todos están pegados a una u otra de las laderas que bordean el río.
En su interior, el ambiente limpio y blanqueado por el polvo de los cereales molidos, huele a pito de cebada, a harina de trigo o de maíz… a molino de agua. Las muelas de piedra, inmóviles, parecen reposar sólo desde hace un momento. Todo el aparejo, de madera: embudo cuadrado donde se vacía el grano entero, canal por el que éste llega al centro de la muela superior, tarabilla cuya vibración determina la cantidad de grano que cae, parecen dormir un descanso pasajero. Mágico lugar ese donde el agua y el ingenio milenario agrega valor, al molerlo, al fruto de la tierra y del trabajo del hombre.
Tubérculos, maíz, trigo, cebada, ajo, cebolla y otras verduras produce Sicaya. La agricultura es la principal actividad económica de sus habitantes. Le sigue la crianza de animalitos: reses, ovejas y cabras.
Precisamente, un rebaño de ovejas aparece de pronto entre las matas de la ladera y se desparrama presuroso en el fondo del estrecho valle. Junto con las ovejas, irrumpen un chivo y una cabra –marrón y negro ambos– y un perro. Detrás, una joven pastora, pollera verde, falda beige, de bayeta ambas, corre ligera para recuperar su rebaño y devolverlo a ladera. “Quince ovejas son”, responde sonriendo. Las ovejas aprovechan la pausa para continuar pastando de manera furtiva. Las cabras son serias, el chivo mira fijo, absorto al fotógrafo o a la cámara. No se le mueve un músculo, hasta que la vara de la pastora lo arranca de su concentración y abandona el río junto con su compañera y las cabras, trotando hacia arriba.
Paisaje de cuento pastoral el de Sicaya: sereno y plácido. Quizás menos plácido hace unos 60 años.
“Yo he vivido aquí desde mis cuatro años, he visto en mi infancia el maltrato que daban a la gente del campo los patrones. En mi vida, lo único que yo recuerdo es haber sufrido mucho, desde temprana edad, porque mi padre murió sirviendo a un patrón, a Luis Vargas, a mi madre la botó cuando murió mi padre quitándonos lo que le pertenecía en derecho, de las cosechas”, recuerda Óscar Antezana. Tiene 89 años, don Óscar, y la memoria fresca. Él ha sido corregidor del pueblo a sus 21 años y ha hecho construir “dos aulas en un canchón que llamaban cárcel, la primera escuela que Sicaya ha tenido propia”, cuenta. “Después de algún tiempo, me nombran dirigente sindical de los campesinos”, recuerda don Óscar. Él fue uno de los gestores para que Sicaya se constituya en municipio, en 1984. “La vida ahora me parece muy tranquila, al extremo de que los uniformados que vienen aquí se aburren, se dicen ¿para qué estamos aquí?”, agrega.
Eugenia Vargas recuerda que Sicaya “era un pueblito pequeño, pero era sufrimiento de todo, más que todo del agua (...) Ahora tenemos agua de vertiente, yo he trabajado cavando con todo el pueblo, de eso hace más de ocho años”.
Francisco Fora cuenta que “antes la vida era un sufrimiento, no teníamos camino, ni puente. Sufríamos mucho sin colegios, era desierto, alejados estábamos. De ese tiempo a ahora, con la creación de la tercera sección con el municipio de Sicaya, se ha reaccionado, está normal.
Los migrantes que se han ido de Sicaya han vuelto, porque hay prosperidad”.
Las canteras
Al frentedel pueblo, al otro lado del río, los cerros colorados con motas verdes de hierba dejan ver unas inmensas manchas blancas: son las canteras de yeso. Los hombres trabajan esas gigant
escas heridas de la montaña, provocadas primero con dinamita, continuadas luego con unos mazos de largo mango –cuyos golpes repetidos rajan los grandes trozos blancos arrancados al cerro por la explosión– y gruesas barretas que terminan partiendo las piedras, hasta tener un tamaño adecuado para “armar la bóveda” en los hornos cilíndricos y “quemarlas” con el fuego de leña. Luego, esas piedras serán molidas en molinos artesanales movidos con motores a explosión. El polvo resultante, embolsado, partirá a Cochabamba o a otras provincias, donde servirá para la obra fina de las construcciones. Un poco de Sicaya en las paredes de toda Cochabamba.
YESO
las canteras de sicaya producen yeso, el otro componente de la economía del lugar, luego de la agropecuaria.