EL BESO DE DRÁCULA
Quizás sea un tanto sangriento, pero acordarán conmigo que lo que tenga de mortífero se compensa con su pasión desmedida, su intensidad bestial, su frenética lujuria. El beso de Drácula es un ósculo absoluto, es la posesión total y la descarnada entrega, es la metáfora sublime del fin que perseguimos todos cuando realmente amamos: poseer al ser amado, hacerlo inconmensurablemente tuyo hasta la saciedad, hasta el hastío.
Comida y amor son gestos idénticos que se cruzan en vocablos ambivalentes y certeros: “Voy a comerte a besos” “Tu amor es mi alimento” “Devórame otra vez”. Bien vista, la antropofagia es un desesperado gesto de amor, una consumación del delirio de saciarse en la otredad. Tal vez es por eso que Süskind entregó al personaje de El perfume, a las fauces de los pordioseros. Jean Baptiste Grenouille, asesino furibundo y genial, termina despedazado y comido por la chusma, reducido a nada, convertido en alimento de los simples que –sin embargo– “estaban extraordinariamente orgullosos. Por primera vez habían hecho algo por amor”.
La hematofagia de los vampiros es la cúspide del deseo. Un acto erótico por antonomasia, un dar rienda suelta a la condena del amor. Los vampiros, Anne Rice lo supo, son amantes condenados al olvido. “Pero la muerte somos y siempre lo seremos”, dicen ellos cansados ya de tanta sombra, convertidos en penumbra. Seres trágicos ahogados en la sangre que les alimenta, en esa forma brutal de un beso queaprieta los labios, clava los dientes, penetra el cuello, vacía el cuerpo. Y Drácula es el padre de todos los vampiros, es la simiente de los atormentados, pues ni siquiera sus directos antecesores, ni el Horla de Maupassant, ni los hematófagos de Cooleridge, ni las bestias sensuales de Goethe, ni el profanador del cuerpo de Berenice que soñó Poe, alcanzan el dolor del amante maldito, de ese conde rumano proscrito de los cielos, anclado en su propia soledad, en su castillo remoto de un paraje inhóspito en la lejana Transilvania.
Drácula, vencido por la envidia y rencor de los otomanos, ha perdido a su Elizabetha y su dios no ha querido salvarla en su condena. Por eso abjura de Cristo y se lo bebe, renuncia a su fe y a rondar la luz de los mortales y así penetra para siempre en los oscuros pasillos de la muerte en vida, de la inmortalidad de los malditos, condenado a vagar entre las sombras perpetuas del olvido, a beber y alimentarse de la triste vida de los otros, esperando el renacer de su eterna prometida, recorriendo así los océanos del tiempo y la nostalgia. Drácula es un amante sin fe y sin reposo, su beso es mortal y descarnado, es un dulce letargo y una profunda agonía. El beso de Drácula es, por definición, el último de los besos, el más amargo y el más puro, el último sorbo de sangre que quema, que condena, que deshace, que purifica, que humedece, que intoxica.
Drácula es una paradoja sublime. Su existencia de por sí se fusiona en su hábitat desolado, donde las cosas dejan de ser para fundirse en el misterio. “La oscuridad de la mañana ha pasado y el sol está muy alto sobre el horizonte distante, que parece perseguido, no sé si por árboles o por colinas, pues está tan alejado que las cosas grandes y pequeñas se mezclan”, escribe en su diario un ingenuo Jonathan Harker que aún no sabe que va en camino a su presidio. Hecho de esos horizontes distantes, Drácula aguarda siglos por el último de sus besos. Su largo periplo no lo ha agotado un solo instante, su deseo está intacto, su búsqueda ya casi ha terminado, sus horas ya no son vanas ni remotas, su espera es dulce y su recompensa sabe a miel y a sangre, licor espirituoso hecho de muerte y de saliva, sangre última que alimenta, que profana los sentidos, que baña la piel y se vuelve beso maldito y asesino, beso inmortal y canalla, beso feroz y dulce. El beso de Drácula.
PARADOJA
EL LARGO PERIPLO DE DRÁCULANO LO HA AGOTADO, AGUARDA POR SIGLOS EL ÚLTIMO DE LOS BESOS.
Xavier Jordán A.
Docente y escritor
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