LA MADRE DE TODAS LAS MADRES
El peso simbólico de la madre en nuestra cultura es arrollador. No sólo por su capacidad natural para traer la vida, sino porque esa condición misma ha inspirado la deificación de la tierra en todas las sociedad agrícolas. La Pachamama es una madre y diosa a la vez. O quizás es diosa porque es madre. Si hacemos un ejercicio semiótico, la tierra es ante todo la madre esencial: Da vida, cobija, protege, enseña y proporciona el sentido de pertenencia; es decir, identidad. ¿Cómo entonces no quedar rendidos ante el impulso de celebrar a la madre? ¿Cómo prescindir de las palabras grandilocuentes para alzarla en los vastos pedestales de la historia? ¿Cómo no caer en la tentación de la santificación de sus virtudes y la construcción del absoluto sino de sus enormes sacrificios? El problema es que la idealización de la madre y las ceremonias cívicas y saberes culturales que repetimos en su homenaje –justo, merecido y elevado– a veces dejan de lado u olvidan una condición propia de toda madre: su carácter humano. Las madres no son símbolos, son seres de carne y hueso, con alma, aroma y deseo, y por eso también se equivocan, cambian, tropiezan, se alborotan y –como todo ser humano que habita en este Planeta– tiene grandezas y debilidades, miserias y misterios, causas y azares, heridas hechas y heridas compartidas y, de vez en cuando, también oscuras maldades y sueños rotos.
Celebrar a las madres debiera ser un acto de pura conciencia afectiva, profundamente familiar e íntimo, una manera de repetir el ciclo vital en la protección de aquello que la madre ha generado: El concepto de hogar. Al volverse una actividad socio-cultural, esta expresión celebratoria y agradecida, suele perderse en los desvaríos de la hipocresía, en la fastuosidad vacía de memorias y quebrantos, en la mera repetición artificial de símbolos que estereotipan, que sucumben a clichés inexactos, que deshumanizan a las madres para rodearlas del aura sagrada de las mitologías. Recordar el carácter humano de las madres es mejor ejercicio conmemorativo. Comprender que sólo las pasiones humanas definen la naturaleza de nuestros roles culturales. Son los odios y las envidias, el hambre y la desesperación, la lujuria y el miedo, la ternura y la violencia, lo que nos hace capaces de ejercer como criaturas pequeñas e imperfectas que somos aunque el destino y la realidad nos conviertan en abuelos, hijos o madres. Desde el principio de todos los tiempos, esa lucha renovadora que desmitifica los roles sociales, ese ejercicio iconoclasta que cuestiona o esa metáfora que reivindica a la madre, que la muestra en toda su expresión humana, que está más allá del arquetipo y del manido discurso de circunstancia, ha encontrado en el arte la máxima de sus expresiones.
Penélope es la madre de todas las madres. Ella espera a Ulises, cierto. Teje y desteje el tiempo y la distancia esperando al hombre y al esposo, pero su espera es también la de la madre que contempla a su hijo Telémaco crecer y madurar. Es una madre que cede a su hijo el designio de la autoridad sobre el hogar y que sufre ante su decisión de partir. Es la madre total que más allá de todo símbolo, sufre, aguanta, maldice y sobrevive. Pero Penélope aparece infinitamente en otros rostros y otros roles. Por ejemplo, la Penélope de Joan Manuel Serrat que espera “con los ojos llenitos de ayer” tan sólo para comprobar que el que llega no es quien se fue. Trágica, sola y desgarrada, esa Penélope continúa su soledad con una frase absoluta: “Tú no eres quien yo espero”. Aunque en esa canción nada nos haga pensar que Penélope es madre, sabemos en el fondo que su inútil espera es precisamente su renuncia a ese pequeño anhelo. Pero Penélope es también la madre que espera al hijo en esa obra maestra de la ternura y la nostalgia que se llama Cinema Paradiso. A esa madre, la guerra le arrebató a su Ulises y la pobreza, el cine y la desilusión luego le arrebatan a su hijo. Pero la madre aguarda su retorno, es guardiana de la memoria, es la fuerza total que sostiene la feliz infancia y la dureza de los tiempos idos. Es el sacrificio y la bronca contenida, es la sabiduría de la experiencia y es el leve atisbo de la conciencia: “Siempre que te llamo –le dice a su hijo pródigo– me contesta una mujer diferente, pero ninguna de ellas en verdad te quiere”. Erróneamente asumimos la falacia de que madre hay una sola, pues cada madre es la construcción de mil rostros, de mil anhelos, de mil plegarias y de mil equívocos. Como Penélope, cada madre es un abismo insondable, una humanidad imperfecta una presencia sublime, una pasión absoluta.
Xavier Jordán A.
Comunicador
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