Ciudad de pobres corazones
Se llamaba Dragutin Lauric y era un habitante de la noche. Vamos, era mucho más que eso, pero su imagen y memoria son indisociables de la España y esos tiempos de cafés desperdigados por el barrio, cobijos de una fauna urbana que no respetaba diferencias ideológicas ni generacionales, reductos de tertulias vanas y libaciones fértiles, epicentro de subversiones simbólicas y subversivos sin símbolos ni nostalgias. En los 90, Cochabamba empieza a comprender el sentido de lo cosmopolita. Gringos de todas las naciones gringas, cochalos de todas las formas de cochabambinidad, estudiantes, profesionales y desempleados, curiosos, iniciados y viejos marcados por la vida y sus delicias, mujeres y hombres y ambos a la vez, todos en torno a los cafés con nombres desvariados: Carajillo, Metrópolis, Fragmentos… Uno no iba a esa zona a postrarse en un café, iba de tránsito o en romería, iba para descubrir y ser un nómada de la noche. Por ahí, siempre andaba el Drago de una u otra forma porque siempre andábamos todos, de mil maneras.
Entonces vinieron los de siempre. Amargados que en la diferencia ven el miedo, que en la libertad ven al demonio y pusieron el grito al cielo, se llenaron de prejuicios mojigatos y aldeanos, irrumpieron en la alegría de la noche con sus rancios odios y vomitaron su estupidez en chismes y reclamos. El alcalde capitán de entonces puso su fe en un palurdo funcionario que persiguió, arremetió y censuró la movida con los ardides del corrupto, las coimas y las multas, las clausuras y las batidas. Lo que alguna vez fue un centro de cultura alternativa e interacción de las diferencias, lo más cercano que estuvo Cochabamba a una ciudad de moderna tolerancia, hoy es tan sólo sus despojos. Quedan pocos sobrevivientes de un momento fugaz de gloria y esta ciudad volvió a ser tan dramáticamente aldeana que está repleta de fantasmas.
Ya se fueron a otro mundo el Danger Salamanca, el Carlitos Zalazar y ahora el bueno del Dragutin Lauric. Tantos otros en el exilio que la memoria ya no alcanza. Cientos de desplazados sin lugar ni rumbo deambulan por recovecos e islas sin poder encontrar ni el recuerdo de esas viejas esquinas, de esos bares-casas, de esas felicidades fallidas. La España dejó de ser la España y Cochabamba volvió a ser sede de las diferencias, de las zonas que dividen la diversión en el tamaño de los bolsillos. Los pocos soñadores que abren sus puertas a música de otra calaña, a espacios de teatro y poesía, a expresiones de la desobediencia y de la rebeldía, se van dando de bruces contra el prejuicio ciudadano, la mediocridad de las autoridades, la corrupción de los funcionarios y la indiferencia y banalidad de una época de culto al like, a la selfie y a la hipocresía. Alguna vez alguien me dijo que Cochabamba se estaba volviendo un cementerio de elefantes porque acá ya no se venía a vivir sino a morir, ciudad de viejos del alma y jóvenes complacientes. Ciudad de pobres corazones, diría Fito Páez.
Y es verdad. De alguna manera estamos un poco más viejos, cada vez más conservadores y cerrados, cada vez más llenos de miedo a lo distinto y lo inesperado, cada vez con más recelo, con más odio, más angustiados. Las noches y sus diversiones se hacen más frenéticas y fugaces, los círculos de amigos más herméticos, los recelos entre individuos más profundos por las divergencias políticas, sexuales y regionales. Tal vez esa calle España llena de diferentes, de outsiders y de convencionales que deambulaban el mismo espacio y rompían barreras estúpidas haya sido sólo un sueño. ¿Quién nos dice que aquello no era más que un lugar fantasma, inventado por espectros que se niegan a sucumbir a la realidad de esta ciudad de pobres corazones? Sí, a lo mejor fue un pedacito de Comala que ya no es más y que sólo pervive en la diáfana memoria de sus antiguos habitantes, aquellos que se van yendo paulatinamente, en silencio y sin prisa, como aquel amigo de todos que se llamaba Dragutin Lauric y que era un habitante de la noche.
Xavier Jordán A.
Docente y escritor
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