La ciudad de la “eterna primavera”
La preservación y ampliación de las áreas verdes urbanas y periurbanas como pilar principal de las políticas públicas es no sólo deseable y posible sino, sobre todo, necesario
El 21 de septiembre, día en el que se da por concluido el invierno y se inicia la primavera, ha sido siempre esperado en Cochabamba con especial expectativa. Es que desde tiempos muy remotos, como nos ha llegado a través de la memoria colectiva, los mitos y leyendas con los que ésta suele confundirse, este valle ha sido asociado con imágenes relativas al verdor de sus suelos, a la belleza de su flora y fauna silvestre, entre la que se destacaron sus aves y, lo principal, con un clima privilegiado.
“Ciudad Jardín” o “Ciudad de la eterna primavera”, son algunos de los rótulos con los que se nutrió durante décadas “el orgullo de ser cochabambino”. Más allá de lo bucólico, las mismas cualidades dieron lugar a caracterizaciones como “el granero de Bolivia” y a que durante muchos siglos —incluso desde tiempos anteriores a la conquista y colonización española— la base principal de la economía cochabambina fuera la fertilidad de sus suelos.
Lamentablemente, tales características parecen ahora condenadas a ser sólo cosas del recuerdo. Basta comparar las imágenes actuales de la ciudad con las fotografías del pasado que felizmente se conservan para notar la ausencia de los grandes y frondosos árboles que tanto abundaban; o constatar a simple vista que ya son muy pocas las casas que conservan sus jardines frontales, o las aceras en las que los letreros y anuncios comerciales todavía no se han impuesto sobre los 10 o 12 árboles que como promedio había en cada cuadra.
Las imágenes satelitales, a las que ahora es tan fácil recurrir, son muy ilustrativas al respecto. Muestran claramente cuán vertiginoso es el ritmo al que año tras año se achican las manchas verdes y su lugar es ocupado por el gris del cemento y el ocre de la tierra seca.
“Es el precio del progreso y la modernización”, suele decirse para relativizar las dudas y cuestionamientos que provoca ese cambio del rostro de nuestra ciudad y sus alrededores. Pero eso no es verdad, pues, aunque algo de cierto hubiera en esa afirmación, no es menos cierto que mucho se puede hacer para que no sea así, como que el planeta entero está lleno de ciudades mucho más grandes y modernas que Cochabamba, que también han crecido muy rápidamente y también en circunstancias adversas, pero no por eso han confundido el progreso con el afeamiento, la desertización y la tugurización.
Basta ver los esfuerzos que se hacen en las principales urbes del mundo —y no sólo en los países más prósperos— para constatar que la preservación y ampliación de las áreas verdes urbanas y periurbanas como pilar principal de las políticas públicas es no sólo deseable y posible sino, sobre todo, necesario. Para ello, por supuesto, el principal fin debe ser el bienestar de las personas y no la satisfacción de los intereses pecuniarios de pequeños pero poderosos grupos de interés. Se debe tener también la mirada puesta en el mediano y largo plazo, y no perdida alrededor de las urgencias inmediatas.
Ahora, cuando tiende a agrandarse la brecha que se abre entre nuestras necesidades más apremiantes y las tentaciones del más procaz desarrollismo, bueno sería hacer un alto en el camino, revisar el rumbo y actuar en consecuencia.