Flexibilidades y rigideces sistémicas
Uno de los traumas más fuertes que tuve cuando me fui a vivir a Europa sucedió en la universidad, cuando supe que si para un examen todos los alumnos se aplazaban (o al menos la mayoría), no había más que hacer, sino estudiar la materia nuevamente el siguiente semestre —y volver a pagarla—.
En Bolivia, tanto en la universidad como en el colegio, siempre tuve una noción en la mente de tener una carta más debajo de la manga, en caso de que mis compañeros no entendiesen la lección o de que el fracaso hubiese sido colectivo. Inclusive una opción era la chanchulla, socialmente poco sancionada dada su gravedad.
Hasta dejar Cochabamba, antes de un examen, sabía que habría una oportunidad más, de una forma u otra, lo que me permitía bailar con el riesgo siempre. Habitualmente sabía que, salvo la muerte, todo era “charlable”, ya fuese un problema con Tránsito (inclusive el delito de conducir con alcohol), un error en un certificado oficial, una ausencia injustificada a clases o la falta de algún documento.
Esa flexibilidad probablemente tiene un origen en el balance que le damos a la excesiva rigidez de nuestros dos sistemas preceptivos: el gramatical y el jurídico.
Precisamente el primero, nuestra lengua castellana, en comparación con el inglés, está extremadamente regulada. Las esdrújulas, el pluscuamperfecto y los diptongos, amén de un extenso diccionario regido por una academia cancerbera que para incluir un nuevo vocablo requiere casi de una bula papal, dejan muy poco margen interpretativo.
En la orilla opuesta, está el inglés, una lengua con una lista de verbos irregulares bastante larga y en la cual la pronunciación resulta tan complicada que los profesores y filólogos, ante las dudas del alumno, suelen responder casi siempre “depende”. La “o”, puede pronunciarse como “u” según se repita o no, y la “ch”, puede pronunciarse como “sh”, como “ch” y como “k”, en función del contexto y la palabra. Inclusive la construcción de frases, agrupa palabras que en su literalidad tienen una acepción distinta, semánticamente, que cuando van juntas. Son los llamados “phrasal verbs”, es decir un verbo compuesto por la combinación de un verbo y un adverbio o una preposición. Es decir que “get out” significa “vete” y no su literal traducción de “obtener fuera”.
El sistema jurídico anglosajón, por su parte, también deja amplio margen a la flexibilidad, al buen juicio y a la interpretación del juez, en base a decisiones pasadas. La importancia de los códigos y leyes, es —en términos relativos— menor que en nuestro sistema de herencia romana, puesto que la consulta de sentencias, laudos y decisiones relativas previas —la jurisprudencia— es abundante y decisiva en naciones como Estados Unidos.
Probablemente esa rigidez en la lengua y en la legislación, ha causado, como balance de autodefensa, que seamos más laxos y relajados en la aplicación de nuestras propias normas. Tenemos códigos y estatutos densamente tipificados y explicados, pero nos los pasamos por los huevos a la hora de cumplir su observancia. Tenemos normas en el lenguaje, pero nos importa poco hablar mal, con palabras discordantes o mal conjugadas, imprecisas o cuando menos importadas de otras lenguas más “cool” o influyentes.
Tampoco parece importarnos demasiado si cambiamos nuestros preceptos constitucionales al antojo de una élite reducida o simplemente el día de la celebración del partido final de un campeonato nacional de fútbol.
Al final de cuentas, nuestra interpretación subjetiva prefiere pensar que “las normas están hechas para servir a la gente”, sin darnos cuenta que el respeto por la norma, finalmente, es lo que protege nuestros principios y derechos colectivos.
El autor es gestor cultural
@fadriquei
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