Evo, tras los pasos del caudillo posmoderno
Caudillo, caudillismo, caudillaje. Jefe, adalid, mando, poder, superioridad.
La palabra “caudillo” viene del latín capitellus (pequeña cabeza).
Esta cabeza, casi siempre al mando de huestes o gran cantidad de personas sujetas a órdenes, tiene ciertas especificidades que conviene digerirlas.
Y me remito a la definición extensa que hace el diccionario lexicoon de la lengua española con respecto a esta palabra.
Caudillo es un término empleado para referirse a un cabecilla, ya sea político, militar o ideológico. Aunque, en un sentido amplio, este término se utiliza para cualquier persona que haga de guía de otras en cualquier terreno, el uso le ha dado a la palabra caudillo una cierta connotación política.
La primera definición de caudillaje en el diccionario de la Real Academia Española es mando o gobierno de un caudillo. Otro significado de caudillaje en el diccionario es caciquismo.
Si hojeamos la historia latinoamericana, advertiremos que las distintas coyunturas políticas gestaron gobiernos democráticos, líderes que encabezaron transformaciones sustanciales a través de la motivación de sectores sociales hacia logros unitarios e incluyentes con objetivos comunes, dictadores, demagogos, autoritarios, tiranos y caudillos. Me centraré en esa Sudamérica de los últimos 15 años que se vio eclipsada por el surgimiento de personajes determinantes que impusieron formas de gobierno cuestionables, conflictivos y caóticos. Todos ellos abrochados a un cinturón de seguridad común: el poder absoluto, la figura unitaria del caudillo que tiene como principio político los altos intereses individuales y, de rebalse, los de los que integran su cohorte.
El caudillo manipula a sus huestes para conservar su poder y afianzar su mandato. El caudillo se autodefine como irreemplazable y único y sus acólitos lo refrendan. El caudillo se afana por borrar a sus detractores, sabe que cualquier oposición le hará sombra y opacará su palabra que, al mismo tiempo, es su ley.
Si en el siglo XIX y XX la figura del caudillo galopaba a caballo, con fusil y chaparreras, este siglo XXI arrojó caudillos posmodernos: con micrófonos, cámaras, ideologías, Facebook, Twitter y mucho más en sus manos, la masificación de sus pretensiones se hicieron carne en la historia política de esta Sudamérica que nos tocó vivir a contrapelo de nuestras convicciones democráticas y conceptos claros de lo que es un partido político, un líder nato o, en definitiva, un hombre pragmático que cree en los demás, en los cambios trascendentales a través de la alternancia, la coparticipación y la democratización de la palabra y las acciones.
El carismático comandante Hugo Chávez, reconstruyó, de alguna manera, esa vieja figura del caudillo y del caudillaje en Latinoamérica. Fue elegido Presidente de Venezuela por medio del voto popular, democrático, sin embargo eso no le dio legitimidad a un gobierno corrupto, autoritario y caótico.
Max Weber define la autoridad carismática como una cualidad de una personalidad individual, que en virtud de la cual “es considerada aparte” de las personas ordinarias y tratada como dotado con poderes o cualidades sobrenaturales, sobrehumanas o al menos excepcionales para sus seguidores. Estas no son accesibles a las personas ordinarias, y pueden verse como de origen divino o al menos ejemplares, y sobre la base de ellas el individuo en cuestión es tratado como un caudillo por sus adeptos.
El surgimiento de Chávez y su mesianismo hizo caer en la cuenta a muchos países sudamericanos que, en esencia, el tejido social y la trascendencia histórico-política de esos pueblos estaban deteriorados.
Chávez, y todos los que componían su comparsa, fueron producto de una terrible desarticulación social y política en el pasado, en sus respectivos países. Un quiebre institucional que llevó al escepticismo casi irreconciliable de sus ciudadanos: presente y futuro inciertos, incredulidad en sus gobernantes y en sus instituciones.
Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador, Brasil y Nicaragua, fueron abrazados por un gran deterioro en sus modelos económicos de desarrollo, incremento de su pobreza y una impresionante desigualdad social. Todo esto fue caldo de cultivo para gestar nuevos caudillos.
El caso de Bolivia y el gobierno de Evo Morales, reivindica un caudillismo del siglo XXI, no galopa a caballo, pero sí interacciona con posmodernidades, usa estrategias que masifican su discurso a través de cierto carisma popular, esto, indiscutiblemente, se plasma en una sumisión de sus seguidores al jefe. Su dominio debe ser más importante que el dominio de las leyes. La ley debe tener límites, sus decisiones y órdenes, jamás. Por eso no cree en la alternancia democrática, esa medida lo haría un personaje fácil de despachar, contrariamente a lo que pretende el caudillo, perpetuarse en el poder.
Evo Morales no cree en la formación de liderazgos y personajes de recambio, no promueve la alternancia como núcleo articulador y perenne de su propio movimiento social, eso contradice su posición de caudillo, de cabeza irreemplazable.
Evo Morales no es un líder, los líderes son fácilmente sustituidos a través de la propia promoción de personajes jóvenes y progresistas surgidos del propio universo que lo apoya, no cree en la autogestión. Evo se considera único e inamovible. ¡Sin él nada, con él todo! No cree en la legitimidad, en el apego a las leyes, en el disenso.
Su principal conflicto es la sucesión del poder, su poder. Su caudillismo no responde a un tiempo histórico trascendental y renovador, su sucesor no surge de una formación integral y de un consenso abierto y democrático, es elegido a dedo.
Por eso mismo su caudillismo es transitorio, se debilita, se desgasta y desaparece cuando pierde o se anquilosa su figura política. Al desaparecer el jefe, se ingresa en una crisis inevitable.
La historia ha mostrado que ningún caudillo permaneció escaso tiempo en su silla. Fue necesario forzar su salida.
El autor es comunicador social.
Columnas de RUDDY ORELLANA V.