Tribulaciones de un peatón en Cochabamba
Mi abuelo César Adriázola nunca quiso aprender a manejar auto. A pie y con cansino tranco asistía a cumplir las obligaciones de su profesión médica y de docencia universitaria; cuando el tiempo apremiaba, tomaba el tranvía o uno de los escasos vehículos públicos que circulaban por la ciudad. Recuerdo que siendo yo pequeño y en el ocaso de su vida, me llevaba caminando a tomar helados de canela a la plaza de la Recoleta; durante el agradable paseo y llenando sus pulmones del limpio aire que entonces respirábamos, exclamaba con invariable sonrisa: “Cochabamba está hecha para los peatones”.
Pero, cincuenta años después, gracias a las criminales políticas ediles y a la suicida indiferencia ciudadana, hoy Cochabamba nos “echa a los peatones”, nos agrede, nos contamina, nos impide cruzar las calles, nos da de entorno solo cemento y casi nada de cobertura vegetal, nos impide respirar con el humo de los vehículos y con el olor de esa “cloaca máxima” en que se ha convertido el ahora mal llamado “Río” Rocha, nos pone obstáculos de vendedores callejeros y basura tirada en el piso, nos ensordece con el mal uso de bocinas y el peor de parlantes callejeros, pone en riesgo nuestras vidas con calles y avenidas convertidas en pistas de carreras y espacios de exhibición de la incultura ciudadana; en fin, nos desalienta en el iluso intento de, al tiempo de hacer ejercicio, contribuir con el uso de nuestra fuerza motriz a no requerir de la fuerza motora contaminante del vehículo, ya sea público o privado. Y los riesgos y molestias se multiplican si los peatones decidimos emplear como medio de locomoción una bicicleta.
Con desolación debemos reconocer que este no es un problema reciente. Hace veinte años retornó a Cochabamba un amigo mío que había vivido fuera por espacio de veinticinco años; sin poder contener su pasmo, me dijo: “me fui de un valle y vuelvo a un desierto”. Es que, en ese período de tiempo –agudizado aún más en los últimos años–, autoridades y ciudadanos nos hemos dedicado con irreprimible empeño en no dejar vestigio alguno de la otrora llamada “Ciudad Jardín”.
Las autoridades han contribuido a ello autorizando la urbanización de áreas verdes y de recarga de acuíferos; facilitando el tránsito automotor, con ensanche de avenidas y pasos a nivel, a costa de parques, jardineras y aceras arboladas; permitiendo la contaminación del subsuelo y de los pocos afluentes que aún corren por los municipios del área metropolitana; derribando umbrosas y centenarias arboledas, para reemplazarlas por arbustos o, peor, simple cemento; autorizando la expansión descontrolada de vendedores sobre plazas y aceras, etc. –y este “etc.” es largo–.
Entretanto, los ciudadanos ponemos nuestro granito de arena tirando la basura en la calle, tocando bocina sin ton ni son, poniendo parlantes a todo volumen para promocionar nuestros negocios, construyendo fuera de norma, cementando las jardineras y acabando con sus árboles que, al ser ornato público –o sea, un bien público– debería ser sancionado por las autoridades responsables de su conservación; pero, tal vez lo peor de nuestra contribución a este desaguisado, sea el apoyar con orgulloso entusiasmo los “proyectos estrella” de quienes se hacen del gobierno municipal, ninguno de los cuales tiene algo que ver con revertir nuestra mermada calidad de vida.
En todo este despropósito, es meritorio el esfuerzo de un –lamentablemente– reducido número de ciudadanos, que agrupados en colectivos y por puro voluntarismo, tratan de frenar el acelerado hostigamiento a sus habitantes, ante la soberbia sordera de las autoridades, que insisten en sus caros errores para hacer de Cochabamba un remedo de urbe moderna. Ojalá más de nosotros sumemos ideas y práctica para revertir este perverso y dañino proceso y, como feliz consecuencia, los peatones recuperemos el espacio al que tenemos derecho.
El autor es atribulado peatón cochabambino.
Columnas de RAÚL RIVERO ADRIÁZOLA