Juan Carlos Calderón
No es frecuente en Bolivia pensar en grande y hacer las cosas en grande. “El apogeo, la decadencia, la ética, la corrupción, la profundidad o la banalidad se pueden leer (…) en una estructura (arquitectónica) como también a través de ella se pueden leer a simple vista los valores que rigieron o rigen en una sociedad”, escribió el arquitecto Juan Carlos Calderón en 2014.
La idea del movimiento perpetuo, la de la transformación, la de que hay un matrimonio indisoluble entre el hacer orgánico intrínseco a la naturaleza y la actividad creativa humana, fue la fuente de la que Calderón bebió como arquitecto desde su encuentro deslumbrado con la vida y la obra de Frank Lloyd Wright, el mayor cultor de lo que se ha conocido como arquitectura organicista.
Calderón comprendió, y ese es uno de los rasgos de su genio, que la idea de una “arquitectura nacional” que había preocupado ya en la mitad del siglo XX a Emilio Villanueva, no se resolvía a través del autismo, menos aún a partir de la vacua ornamentación de debatible referencia simbólica, sino a partir de un proceso ajeno a los parámetros de inevitable inspiración fascista tan cara a los dictadores del realismo socialista soviético, la grandilocuencia mussoliniana, o incluso las propuestas más sofisticadas de Speer para el Führer. Su obra se apoyó en una mirada universal, en tanto la vida fue la matriz de la que nació su arquitectura.
Calderón es irrepetible porque el decurso de sus actos creativos traducidos en varios de los edificios más relevantes de toda nuestra arquitectura, partía de una extraordinaria combinación: una gran sofisticación intelectual y una elaboración intuitiva a partir de lo que el arquitecto consideraba la célula madre de cada una de sus obras: por eso escribió “la arquitectura organicista, a pesar de haber sido descuidada, posee valores que, desde sus comienzos, podrían haber sido el reflejo de una sociedad democrática contemporánea: su tranquilidad poética, su trascendencia más allá de una fría eficiencia, el respeto a su entorno con las consiguientes características locales, su inconfundible calidez, su impulso de crecimiento orgánico, su amor a la naturaleza, podrían ser la respuesta a la esterilidad y a la alienación de nuestro tiempo”.
La estética, por consiguiente, no fue en él la epidérmica aproximación al imperio del “buen gusto”, sino el resultado de una comprensión integral de su entorno. A pesar de su fructífera obra previa y de varios edificios construidos en diferentes ciudades del país, ese lugar fue sin duda La Paz. La ciudad lo inspiró, se comprometió con ella y se dolió de ella porque asistió a un proceso vertiginoso de crecimiento que rompió lanzas con su argamasa, la tierra, la montaña como alma y cuerpo de la urbe.
Desde su primer gran edificio, la sede de Entel en 1975 hasta obras mayores como el llamado Palacio de Telecomunicaciones en la década de los años 80, la evolución del arquitecto fue patente. Un buen ejemplo es el edificio Hansa en el que el juego de fachadas es asombroso, la limpieza racional de una, contrasta con el movimiento que parece desplegarse en la otra, a despecho de los bloques simétricos de una tercera. Según el lugar que uno escoge, la gran estructura cambia, parece moverse. En el Palacio de Telecomunicaciones, el inevitable desafío de la gran superficie construida, se compensa con el gran espacio interior de la fachada principal y con las líneas verticales que culminan en el bloque del auditorio. Como en otras de sus obras, las referencias a nuestras culturas indígenas fundacionales (ya lo había hecho Villanueva con maestría en el monoblock central de la UMSA) escapan a lo obvio, tienen sentido como una parte integral del diseño, sugieren, proponen, no son parches artificiales y excéntricos a la evolución del diseño.
Calderón resolvió la cuestión del “estilo” a partir de la forma primigenia que dependía de la función. Cada uno responde a una demanda determinada. El emblemático edificio Illimani sigue hoy como un referente de volumen y de forma para los edificios de departamentos. En el otro extremo, la sede de la CAF, obra de plena madurez, demuestra la perfecta posibilidad de combinar la transparencia con materiales que parecían exclusivos y aún execrables del brutalismo de los años 70. Si en San Alberto cometió el mayor pecado de no seguir la norma de oro de su propia visión naturalista, la de calzar proporción, horizonte y entorno, en la mayor parte de su obra demostró el talento de un grande.
Como homenaje a un hombre renacentista en muchos sentidos, debiéramos escuchar mirando los edificios que honran a las ciudades donde se encuentran –pero sobre todo a los de La Paz, su ciudad, la de su cuna y la de su agonía– un aria, quizás “Una Furtiva Lágrima”. Porque soñó y pensó en grande, porque hizo grandes obras, porque fue un grande.
El autor fue presidente de la República.
Columnas de CARLOS D. MESA GISBERT