Pueblos sin memoria
Un mínimo, precariamente básico, de memoria histórica basta para asumir lo que pasamos como latinoamericanos en el marco de las dictaduras militares que enlutaron a la región en las décadas de los 60 y 70 del siglo XX.
Los procesos de transición democrática fueron arduos; fue difícil deponer a los genocidas y a sus cómplices y peor aún que se los impute por los crímenes que cometieron. En ese sentido, las transiciones democráticas pagaron el precio de la memoria y la impunidad.
En Bolivia, no sólo se evaden los reclamos de las víctimas de las dictaduras sumidas en un olvido arbitrario que parece ser promovido por el propio Estado (y ello incluye a los gobiernos del MAS), sino que un exdictador se dio el lujo de gobernar nada más y nada menos que elegido democráticamente.
En Chile, el que Pinochet se haya ido a su casita luego de que un referendo le dijera No, implicó que impusieran “requisitos” a la transición a título de “precautelar los intereses de la nación y las FFAA”. Así, se delimitó el escenario democrático a su mínima expresión representativa y se acordó el mantenimiento de la constitución aprobada en 1980 como forma de evitar futuras transformaciones estructurales. Sobre todo, se aplicaron “precauciones” para que no se establezcan responsabilidades institucionales o personales respecto a los crímenes y violaciones a los derechos humanos cometidos en su gobierno.
En Brasil, igualmente, la transición democrática significó “garantías” que soterraran la memoria. La “Ley de Amnistía” de 1979 si bien consiguió que se liberaran a miles de detenidos políticos, también catapultó una especie de “perdonazo” frente a los crímenes perpetrados por el régimen despótico.
Las secuelas del entierro de la memoria que costaron las transiciones democráticas, son más que evidentes: Ex dictadores que volvieron a gobernar y/o fueron vanagloriados el resto de su vida, (y hasta sepultados con honores); FFAA que se regodean en los privilegios de la impunidad; víctimas de las dictaduras y sus familiares todavía mendigando por justicia; inimaginable cantidad de delitos de lesa humanidad no esclarecidos; y no son escasos los personajes vinculados a los autoritarismos que actualmente son protagonistas de primera plana en el escenario político de sus países.
Ese es el caso de Bolsonaro en Brasil, un verdadero cachorro de la dictadura que obtuvo el 46% de la preferencia del electorado brasileño. Un cachorro de la dictadura que vocifera abiertamente el sexismo, la misoginia, la homofobia, la xenofobia, el racismo y otras taras que conformaron el arsenal ideológico de las dictaduras militares, imaginarios que cuando se convierten en práctica promueven y justifican el asesinato desinhibido, la tortura sádica, la represión vulneradora de derechos, el retroceso medieval.
Sabemos que es fenómeno común que ante el fracaso de la izquierda al gobernar, los primeros en salir ganando son los baluartes de la ultraderecha. Pero lo que está sucediendo en Brasil es un insulto a la memoria, un terrible indicador de lo fácil que es obnubilar a pueblos desinformados e ignorantes de su propia historia con la demagogia del primer “salvador” populista que se presenta. ¿Dónde quedará el Brasil de Jorge Amado, de Cartola, de Vinicius de Moraes, de Chico Buarque, aquel maravilloso país cuya fusión de culturas ha regalado a la humanidad una de las expresiones musicales y culturales más bellas? Si ese Brasil no sucumbió con la dictadura (y bien que lo intentaron “desaparecer”), ¿será que sobrevive a los esbirros fascistas que hoy se pavonean en las calles y en las urnas cual si no hubiera ocurrido nada?
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA