Maravillas aladas de Cochabamba
Cuando me preguntaron en España qué extrañaba más de la tierra donde vivo, se me vinieron a la mente los atardeceres de noviembre con un bullicio de trinos escondidos entre molles y jacarandás floridos. Porque si algo tiene “la Llajta” de maravilloso, es su paraíso ornitológico.
Desde pequeña, gracias al hermoso jardín que construyeron mis padres, estoy familiarizada con los cientos de pájaros que abundan en Cochabamba. Así me inicié de aficionada en la ornitología. Hoy intento llevar un registro de las aves de la ciudad, que incluye fotos, dibujos y comentarios sobre el comportamiento de los alados. Más que un documento científico, lo que consigo es deleitarme con tal prodigio de la existencia.
El listado empieza en la madrugada, cuando es refrescante “recogerse” de una noche de juerga y entre el silencio de los durmientes y los pasos en las calles vacías, se destaca el canto del zorzal mandioca (Turdus Amaurochalinus), que en primavera es el primero en despertar al alba y el último en cantarle al ocaso.
A medida que se aclara el entorno, acariciando la mañana, despunta el canto del chingolo (Zonotrichia Capensis) que, para marcar territorio y atraer a las hembras, los machos se responden en un característico “chi chui chi chi chi”, por lo que los bauticé “chuichi”. Junto a ellos, jilgueros dorados (Sicalis Flaveola), sayubús (Thraupis Sayaca) y diferentes tipos de palomas, se pelean por las migas de pan que diariamente guarda mi padre para que desayunen las aves que agradecen cantando el resto del día.
Con la luz del sol calentando las hojas de higueras y guayabos, se observa el espectáculo de los comensales de frutas, donde sobresale el colorido del naranjero (Thraupis Bonariensis), el canto de agua del pepitero de collar (Saltator Aurantirostris) y el esplendor del cardenal (Paroaria Coronata). Ni qué decir de las distintas clases de loros y colibríes que alegran parques y plazas cochabambinas buscando dátiles y flores.
Recomiendo al lector que cuando vaya a comer salteñas, espere con calma. De seguro aparecerá un gorrión (Passer Domesticus) dispuesto a ser convidado a la mesa y a devorar, feliz, los restos. Este pajarito es tan aficionado a esta delicia criolla, que lo apodamos como “salteñero”. Es probable que igualmente se vislumbren ratonas (Troglodytes Aedon) y cabecitas negras (Carduelis Magellanica) con un canto sutil y dulce que suena interminable cual si fueran “maquinitas cantadoras”.
Entrada la tarde, mientras un sinfín de golondrinas oscurece el cielo, se puede apreciar el grito del benteveo (Pitangus Sulphuratus) que trae suerte, dicen. También es cotidiano escuchar el quejido del “cortarramas” (Phytotoma Rutila) cuyo trino asemeja a un desganado lamento, por lo que la creatividad local lo llama “kella”.
Cierra el día la extraordinaria orquesta de los tordos músicos (Molothrus Badius) que, a veces, anidan en la casa de los horneros (Furnarius Rufus) exponiéndose a la cruel venganza de estos últimos que, al verse despojados de su hogar, encierran vivo al invasor. Hay tal cantidad de horneros, que se encuentran “condominios” de hasta tres pisos cuando una morada es construida sobre otra en árboles y postes.
Faltan muchas aves que no puedo mencionar por falta de espacio. Empero, espero que se tome este breve anecdotario como una humilde contribución para que se valoren y respeten estos pequeños seres que, en libertad, hacen de Cochabamba un lugar especial y sorprendente.
La autora es socióloga.
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