Nuestra riqueza en aves y las no tan inocentes palomitas
Imaginen un mundo en el que los humanos les han tomado cariño a los chulupis. Con unos ojos raros, ven a las cucarachas como hermosas, tiernas. Las alimentan. Incluso hay vendedoras con negocio de comida que gusta a estos animales. La gente se emociona cuando ellas se aglomeran ávidamente cuando cae al piso un puñado de sus manjares. Rodean los pies de los transeúntes y se apartan al paso de estos. Han hecho sus nidos en todo lado, proliferan, viven felices a costa de los humanos.
Así acaba la ficción y ahora empieza la realidad. La gente les ha tomado cariño –amor, más propiamente– a las palomas. La ven mansas, amorosas, emblemáticas de grandes ideales como la paz, etc. Se sienten especialmente buenos cuando compran maíces y les dan a los niños para que les arrojen en grandes puñados. Ellas se aglomeran y luego emprenden vuelos cortos, hacia aleros, cornisas, cualquier oquedad que haya. Se posan sobre las estatuas, de modo tal que nuestros próceres están embadurnados de excremento de miles de estas aves. Por otro lado, desprenden de entre sus plumas un polvillo blanco, que son piojos que se esparcen por sobre sus benefactores y todo cuanto rodea.
Todo esto poco importa. No interesa que las palomas dañen el ornato público, las viviendas, la salud de personas asmáticas. Pero, hay un punto que debería interesar a todos. Resulta que el equipo de ornitología del museo Alcide d’Orbgny acaba de presentar un libro “Aves de la cuenca del Río Rocha”, en el que los estudiosos nos presentan la buena noticia de que, a lo largo del río, desde Sacaba hasta Cochabamba, habitan 87 especies de aves. Las han clasificado, entre otras cosas, por su estado de residencia. Hay algunas que son ocasionales; otras son residentes, viven en la cuenca del río toda su vida. Hacen también otra clasificación, referida a que si son nativas o introducidas. Explicaron que la presencia de las aves es un “bioindicador”, es decir, son evidencia de que hay condiciones para una vida saludable.
La mala noticia es que entre esas aves se encuentra también la paloma. Es decir, no contentas con haber colonizado las plazuelas, parques, edificios públicos y privados, se han lanzado a la conquista de la cuenca. He conversado con uno de los expertos y le he consultado cuál es el peligro, si lo hay, de la presencia de la paloma en cuanto a la riqueza aviaria. La respuesta: la paloma es un ave introducida, o sea, extraña, invasora. Es agresiva y ataca a las demás aves, compite con ellas por los recursos y sale gananciosa. Pongamos el caso de la plaza 14 de Septiembre, donde ya no hay más aves que ellas. Observando, también son dueñas de la plazoleta del pasaje San Rafael; plaza Constitución; Cobija y seguramente muchas otras. En suma, con la complicidad y dejadez humana, esta especie es una amenaza para la fauna aviaria. Cada vez que un niño alimenta a una paloma, la robustece para que acaso desplace y extermine a una tortolita picuí, una torcaza, una pichitanca, un bienteveo.
Por el peligro que entraña para la salud pública, en otros países han tomado medidas, desde alimentos con productos anticonceptivos hasta la presencia de sus enemigos naturales, como halcones entrenados. Me animo a repetir lo que dicen los expertos: que se sensibilice a la población para que no se las alimente; que deje esa vida holgazana. También que se haga limpieza de las oquedades, que se coloquen púas y mallas en cornisas de edificios que ellas han tomado, para disuadirlas de hacer nidos, para ver si se consigue disminuir su =============baby boom==========.
Se podría intentar un cambio de chip para que las personas entiendan que cuando una especie prolifera de tal modo, se vuelve una amenaza para la vida de otras especies. En este caso, no hay diferencia entre alimentar a una paloma que hacerlo con un chulupi. En cambio, en número controlado, dicen que añade belleza a los lugares públicos, por su bonito aspecto y mansedumbre, pero, para mí, jamás podrá compararse en canto ni en nada con nuestras aves. Ellas son hermosísimas. Y dicho eso, me alejo lentamente…
La autora es docente e investigadora universitaria
Columnas de SONIA CASTRO ESCALANTE