No se puede ver el horizonte
Años atrás visitaba frecuentemente lo que llamé “rincón de observación”, nombre rimbombante para la humilde esquina de un lote baldío. No obstante, el recodo atesoraba un dulce molle que daba sombra y variedad de yerbas silvestres, entre tréboles, sunchos, daturas. Además, bajo una bolsa de “Pilfrut”, una araña “viuda negra” había hecho su nido; era maravilloso mirarla exhibir su llamativa mancha roja, cuando cada atardecer despertaba a su vida de magnífica depredadora.
Lo más importante de “mi” “rincón de observación” era que ofrecía majestuosa vista al horizonte, consiguiendo que desentierre una costumbre “ancestral” casi en desuso: me volví asidua a la admiración de los atardeceres. Incluso, insomne y noctámbula como soy, aprendí a dormir “temprano” para salir en las madrugadas y también observar la alborada, así, a los increíbles colores fluctuantes del cielo, se sumaba el aire fresco y diáfano del nuevo día.
Ahora que vivo en medio del bullicio citadino, los exuberantes matices de los cielos del verano cochala me hicieron añorar la contemplación del horizonte. Entonces, una tarde calurosa decidí caminar al norte en busca de lugar propicio para la grata faena. Llegué al Parque Tunari, esperando que al tratarse de un patrimonio natural “protegido”, el avistaje fuera viable sin edificios que estorben, a diferencia de lo que sucede en el radio urbano.
Ingenua de mí. El Parque Tunari se encuentra avasallado con loteamientos y aún una decena de cuadras arriba de la “Segunda Circunvalación”, no es posible ver el horizonte. Por doquier, se levantan desordenadamente construcciones de varios pisos, cuando, se supone, aquello está prohibido. Exhausta, sedienta y con la única vista de grises mamotretos que escasamente dejaban atisbar un mendrugo de cielo, no me quedó más que cavilar mi desencanto.
Marcos Kaplan denomina “dualidad estructural” a un fenómeno que caracteriza a los países de América Latina. Sumidos en las desigualdades y heridas heredadas de la colonia, grandes urbes se erigieron en desmedro de lo rural, aunque, paradójicamente, de allí provinieran los alimentos que llevamos a la mesa. De esa manera, en las metrópolis no sólo se concentró el poder político, sino las oportunidades y derechos básicos, haciendo que en las mentalidades lo “rural” se constituya cual equivalente de “barbarie” y de “atraso”, mientras el emblema “civilizatorio” se centralizó en las ciudades.
En Bolivia esos traumas se potenciaron a tal punto que todo vestigio de naturaleza se asume como un “ingrato” recuerdo de lo “rural” y, por ende, de la “barbarie”. En otras palabras, a juicio de no pocos habitantes y de autoridades acostumbradas a recoger un botín de la gestión pública a través de “obras” de dudosa utilidad, avasallar las áreas protegidas, arrasar con los espacios verdes, depredar los Parques Nacionales, es nada más y nada menos que sinónimo de “progreso”.
Consecuentemente, cada vez más nos vemos acorralados en ciudades y pueblos sofocantes y moribundos, calcinándonos en una cultura que cree que bienestar es llenar de cemento hasta el occipucio, atragantarse de comida chatarra y atestarse de basura consumista, imprimiendo nefasta huella en los ríos, en los lagos, en los bosques, en las selvas, en las montañas.
En semejantes circunstancias, mucho pedir pues que se conceda, que se valore algo tan sencillo, tan simple, tan elemental, pero muy alejado del plástico, enfermizo y estridente “desarrollo”: el deleite de contemplar el horizonte, un don gratuito otorgado a todos los seres vivos, pero que acá, en este pedazo de tierra perdida en la mitad del continente, se ha transformado en lujo inalcanzable para “hippies trasnochados”.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA