Principios, hechos, moral y ventaja totalitaria
Es tradicional dividir el estudio de las relaciones internacionales (RRII) entre principios y hechos. Los principios constituyen el marco ético-legal que regla vínculos multilaterales. Muchos de estos principios –pese a ser evocados permanentemente– son desdeñados. La mayoría de las acciones en la esfera mundial son fruto de pragmatismos puntuales o de la violencia. Y esto es válido hoy más que nunca; factores de fuerza y aspectos geopolíticos son componentes esenciales de la dinámica planetaria del tercer milenio. Sería óptimo que los actores de la arena global se comporten en concordancia con los principios; en la práctica la inmensa mayoría ejerce acciones en función de su propio interés.
En la práctica concreta de las RRII, la moral importa poco y el poder efectivo importa mucho. El propio sistema internacional refleja esa condición mediante el Consejo de Seguridad de la ONU y sus cinco miembros permanentes con derecho a veto (Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, Francia y China). Ahí radica el poder real. La Asamblea General de la ONU es tan solo una vocinglería multitudinaria, pseudodemocrática, con muchas resoluciones sin valor efectivo.
Y la moral –aunque se cacaree al respecto– es casi siempre muletilla de aquellos que no son lo suficientemente fuertes como para acosar a otros y entonces se escudan en ella; los débiles disfrazan su impotencia con un manto de virtuosa apariencia pero en el fondo –si pudieran tener fuerza– quisieran ser rudos. Los actores pequeños parecen inocentes y pacíficos, pero si fueran capaces de agrandarse por arte de magia, créanme que dejarían de serlo y se transformarían en belicosos sin nada de inocencia. La retórica sobre la moral es el disfraz de los débiles para fingir superioridad espiritual y disimular así una debilidad material que les impide salirse con la suya. Para mantener ese falaz sentido de "superioridad" se aparenta "preocupación" por valores que no se los tiene ni se los aplica. La moralidad no importa para nada en la competencia geopolítica. Solamente se la invoca entre países débiles que se enfrentan al hecho concreto de no tener capacidad de bullying ni de ser belicosos, algo que sin duda harían si tuvieran mayor fortaleza.
Quienes son realmente poderosos siempre usarán primero la parte "blanda" del poder para persuadir mediante promesas de cooperación, ayuda internacional u otros elementos de influencia y hasta amenazas veladas. Preferiblemente lo harán siempre antes de usar el poder "duro": la fuerza político-militar capaz de doblegar al contrario e imponer la voluntad propia.
En el contexto del poder duro los totalitarismos tienen una ventaja enorme sobre las democracias: actúan drásticamente y sin vueltas. El fin justifica los medios, punto. Las democracias dudan, le dan rodeos al asunto, esperan, confían, debaten, consultan, y aún así, muchas veces terminan siendo sorprendidas por algún súbito golpe inesperado. En definitiva, actuarán recién al ser atacadas o sorprendidas con un hecho consumado. Por otro lado, en este mundo de hipócritas –y cuando les conviene– unos u otros hacen valer el principio de la no intervención, gestado en Westfalia desde 1648, aunque al final se hace, no se hace, o se deja hacer. México y algunos otros países son afectos a proclamar como doctrina la no intervención, olvidando la célebre sentencia de Talleyrand al respecto: "no intervenir es otra manera de intervenir".
Como muy bien lo expresó Halford Mackinder en el ya lejano 1919, las democracias rechazan pensar estratégicamente, salvo que se vean obligadas a defenderse o atacar. No tienen la ventaja totalitaria de los estados autocráticos, que sí actúan sin consultas ni deliberaciones previas y reparten mazazos por doquier cuando así les conviene.
El autor es excanciller de Bolivia, Economista y politólogo
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