Prohibido abandonarse en Carnaval
La algazara festiva del Carnaval es ancho terreno para todo, principalmente para las ansiedades eróticas del amor. Sin duda, atento a esa situación, en vísperas del fandango recién pasado, circuló un aviso que decía: “Se distribuirá en forma gratuita unos 10 mil condones a los jóvenes”. Escueto, pero perfectamente entendible. La prevención es también para los que hacen de su vida un Carnaval, en cualquier época del año.
Antes de los años 60, el solo anuncio de este tema habría provocado un gran escándalo. Ahora, la actitud es tal vez hasta una silenciosa gratitud. Parece haberse recorrido un largo camino. En esos años, los jóvenes anhelaban más libertad de la que tenían y salieron a las calles a reclamarlo. París, Praga y México (la capital federal) fueron los centros de mayor agitación. En la estampa que gastaban se podía ver que la rebelión no sólo se fermentaba dentro sino también se anunciaba por fuera.
La libertad sin muchas restricciones en la relación de pareja no era un tema específico ni único en aquel tiempo, vino en paquete, mezclado con otras cosas. Ya se sabe, los jóvenes son el motor de la historia y no toleran por tiempo indefinido ninguna situación avasallante. No querían ser parte de la masa anodina; querían ser actores de primer plano. También sabían que todo lo que vale cuesta siempre caro. Se postulaban a ser héroes. Querían pagarse de gloria.
Así empezó la cosa. Después, el miedo a contraer una terrible enfermedad incurable, que suele transmitirse a través de la relación sexual, obligó a elegir –de una insoslayable disyuntiva– entre el uso de un preservativo y el inminente riesgo de contraer el mal. La decisión no fue dudosa: era preferible soltar la rienda y ser flexibles. Ya que no se puede imponer reglas de conducta íntima a una pareja de enamorados, se ha optado por facilitar un medio que evite la propagación del VIH Sida. El condón sirve para eso.
Fue sin duda una decisión difícil.
Ante la terrible amenaza, no había muchas opciones. En una película alemana se ve esta escena: “Una abuelita perspicaz le dice a su nieta que está saliendo a una cita con su novio: no te olvides hijita, por ahí se olvida llevar él; yo te he puesto en tu cartera dos sobrecitos”. En la advertencia sin tapujos, hay una sugerencia implícita inevitable: la muchacha o el jovencito pueden disfrutar del amor sin restricciones. Es la “entrega total” que cantaba Javier Solís en otros tiempos. Y por contrapartida, el otro extremo no es tan convincente ni tan halagüeño. Antaño, la meta de rendir la “plaza” era una hazaña gloriosa. Por lo general, se lograba sólo después de visitar al notario de fe pública o de jurarse fidelidad eterna ante el altar nupcial. La noche de bodas tenía un atractivo especial. “Nunca más tendremos nuestra alma de esta noche”.
Hoy vuelan otras moscas. Ya no es una conquista; se ha vuelto lo sentimental y lo erótico casi una banalidad en el comportamiento habitual de las generaciones del siglo XXI. Según el escritor Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura (2010), “la civilización en la que estamos inmersos hoy en día, ha borrado de un plumazo, como quien dice, el halo de misterio que antes envolvía la intimidad secreta del amor”.
El autor es escritor
Columnas de DEMETRIO REYNOLDS