La Policía boliviana, desangra
Nada más vil que un policía corrupto. No sólo mancilla su nombre, también el de la institución que hoy, como están las cosas, está inmersa en un proceso que corroe las estructuras del Estado. Así lo anoto, porque la Policía Boliviana, por mandato constitucional, tiene la misión específica de defender a la sociedad, conservar el orden público y velar por el cumplimiento de las leyes en todo el territorio de la República.
De ahí que el rol que juega dentro el andamiaje del Estado sea trascendental a la hora de evaluar el fortalecimiento institucional (del Estado), por lo que se entiende que los menos llamados a delinquir deben ser los policías y los menos a hacerlo dentro la institución verde olivo, aquellos que con rango, ocupan un cargo de dirección. Evidentemente que la comisión de un delito dentro de estas esferas no debe diferenciar grados de responsabilidad en función al tipo de delito que se trate, habida cuenta que, a la luz de la responsabilidad que ostentan, delito es delito.
Y pese a que así es y debe ser, constituye un dato no menor el hecho que el narcotráfico haya sido el que hoy ha puesto a la Policía Boliviana en lo más degradante del escalafón de ponderación ciudadana, lo que da cuenta de un calamitoso estado de descomposición que tiene, sin duda, varios componentes. El más importante, el hecho que la ciudadanía no debe confundir el peso y rigor institucional de la Policía Boliviana con el accionar delictivo de algunos policías. En otras palabras, no porque estos hayan tenido vía libre para dedicarse a delinquir, quiere decir que la Policía como institución deba ser mancillada.
Lo más importante es que sepamos como sociedad civil diferenciar primero y separar después, lo que hace un policía a título personal con lo que representa la Policía como fuerza pública a nivel institucional. Así exista un cordón umbilical difícilmente permeable a la hora de la separación, tenemos la responsabilidad de proteger nuestras instituciones y hacerlo, luchando férreamente contra los corruptos y, cómo no, generando los correctivos necesarios para que con el tiempo, nos sintamos orgullosos de contar con una institución librada del narcotráfico y de la comisión de delitos por sus integrantes. Resulta paradójico y tenebroso anotarlo, pero es así.
Un segundo componente pasa por no confundir, encasillar y situar en un mismo anillo de comportamiento, a todos los policías. No porque existan “pacos pichicateros” como hoy se oye en las calles de manera poco amistosa o policías que delinquen en cualquier otro tipo de actividades reñidas con la ley que no sea el tráfico de sustancias controladas, todos los miembros e integrantes de la Policía Boliviana deben ser tratados como delincuentes.
Existe, al interior de la institución, gente proba, estudiada, entregada a su profesión, honesta y orgullosa de su apellido y uniforme, que a diario se sacrifica en aras a preservar los valores que cimientan la fortaleza e integridad del policía boliviano. No está bien que por unos cuantos, los demás que son la mayoría, deban ser objeto de desprestigio.
Estamos ante sucesos de magnitud insospechada. No es un dato menor que el narcotráfico haya penetrado en la sociedad e instituciones como consecuencia de una serie de factores que son de dominio público y que merecen, de parte del Gobierno, una atención inmediata y efectiva. Ya no se trata únicamente de bandas organizadas o carteles que pudieran estar operando en el Chapare, lugar donde se produce la materia prima de la cocaína. Se trata de cuidar aquello que nos representa en términos institucionales y que debe ser, en todo momento, ejemplo de apego a la ley.
Hoy, la Policía Boliviana requiere de una profunda metamorfosis y también del apoyo de la ciudadanía, en una cruzada que no debe diferenciar ideologías ni colores políticos. Hay que acabar con los corruptos, no con la institución y con quienes desde dentro, la defienden.
El autor es abogado
Columnas de CAYO SALINAS