Sinfonía del Nuevo Mundo
Desde pequeño escuché la hermosa sinfonía de Anton Dvorak, escrita por el checo en la América del norte. La hermana mayor, portadora de un alma sensible, me la hizo conocer; los sones vibrantes y el ritmo sensual me impresionaron siempre.
Bajo su melodía la imaginación me transportaba a espacios infinitos con los sentidos abiertos a la hermosura y colmaba de vibraciones emocionales el cuerpo entero. Despertaba en mí humanidad, bondad y altruismo, vocación de médico se perfilaba en mi bella juventud. Combates contra un mundo de injusticia era mi sino y en ese marco sensorial, deleite musical, dulzura extrema, compromiso espiritual gracias a la Sinfonía del Nuevo Mundo.
En el adagio, la ternura alcanza plenitud en todos los espacios vitales y sólo se perciben alas de ángeles, vaivén de arpegios y mensajes de amor, profundo sentimiento hasta el paroxismo de la pasión humana en los límites de la recepción acústica.
Imaginé siempre paisajes de belleza y bonhomía. Prados pletóricos de enhiestos árboles, aguas cristalinas, pastos, hierbas, florecillas de colores infinitos. Por los senderos, seres de rostros felices y sonrisas agrarias colectivas portando vasijas de leche fresca y, en las manos, frutas nativas y arbustos olorosos.
Armado de mi título llegué a Taltal de Chile, desierto de Atacama, territorio boliviano usurpado en 1879. Entregué mi existencia al servicio de la salud del poblador minero, genuino obrero del salitre, héroe de la batalla existencial en un medio desértico inhóspito. En la primera visita a Antofagasta adquirí la sinfonía aprendida en mi niñez y en los instantes de reposo laboral, cerrados los ojos, la degustaba en mi residencia solitaria.
Han pasado los años y ya canoso me aproximo a El Portal a renovar su audición. Prodigiosamente creada por manos juveniles artistas de la primera Filarmónica de Cochabamba dirigida por el maestro Augusto Guzmán y 65 consagrados a la música selecta, dueños de un historial de orgullo e interpretación que alcanza ribetes de sublime ejecución.
A esta altura de la vida mi rutina mira a la interioridad y registra multitud de rostros de familiares y amigos, ángeles alados de resplandeciente Espíritu Santo. No controlé la sonrisa cuando me observé también ascendiendo al cenit con mis alas de sólido plumaje.
Don Franklin Anaya, el creador del Instituto Laredo, repetía apenado: “¡Cochabamba merece tener una filarmónica!” Era su sueño y falleció en el empeño. Ahora sé que desde su cielo musical agradece a la juventud que la volvió realidad. Dios también agradece extasiado al escuchar la Sinfonía del Nuevo Mundo de paz, de fraternidad y de amor.
El autor es presidente de la Sociedad de Geografía, Historia y Estudios Geopolíticos de Cochabamba
Columnas de GASTÓN CORNEJO