El MAS y la idolatría
Hace unos días, en este mismo espacio editorial, nos referimos a los múltiples aspectos, a cual más repudiable, del culto a la personalidad.
Lo hicimos porque horas antes, en Punata, el vicepresidente del Estado había inaugurado una escuela con su nombre, con enorme busto incluido, en una actitud que mereció el reproche de gran parte de la ciudadanía, incluidos los sectores de las filas oficialistas que cada vez tienen más dificultades para conciliar sus valores y principios con los dislates que se cometen en su nombre.
Como si el grotesco busto vicepresidencial no hubiera sido suficiente para llamar la atención sobre los extremos a los que está llegando el extravío del “proceso de cambio”, en Quillacollo se ha desencadenado un gran revuelo por la decisión del presidente del Concejo Municipal de esa ciudad de retirar el retrato de Evo Morales del salón de honor de esa institución, para reemplazarlo por el escudo nacional. Lo que fue interpretado por las huestes masistas como un inadmisible acto de herejía.
Las controversias a las que se presta este tema no son nada nuevas. Las reflexiones sobre la relación entre los individuos y los hechos históricos son casi tan antiguas como la historia de la humanidad. Sin ir más lejos, cabe recordar la importancia que este tema ocupa entre quienes trataron, y todavía tratan, de entender hechos tan complejos como la revolución rusa o la china, en las que personajes como José Stalin o Mao Tse Tung fueron elevados a los altares y convertidos en objetos de culto a la personalidad.
Los desastrosos resultados de esa perversión dieron lugar a severas autocríticas. Tanto que a partir de 1959, hasta nuestros días, la lucha contra el culto a la personalidad fue uno de los principios rectores de la revolución cubana.
En Bolivia, en cambio, el MAS ha elegido el peor de los caminos. El culto a la personalidad ha llegado a tal punto que con excesiva frecuencia cruza los límites de lo ridículo. No sólo hay estatuas y altares erigidos en homenaje a Evo Morales, sino también de sus padres y, ahora, hasta la imagen del vicepresidente es objeto de culto. Y como se pudo ver hace unos días en Quillacollo, la tendencia ya no es sólo atribuible a la megalomanía de algunos individuos sino a los extremos de degeneración a los que ha llegado el “proceso de cambio” y los valores sobre los que se sostiene.
Por eso, y por todos los antecedentes históricos que dieron lugar a conceptos como el de “ídolos con pies de barro”, conviene evitar que pasen desapercibidos los intentos de llenar mediante la idolatría los vacíos que deja el agotamiento de las ideas.