Hadas
En un contexto donde se impone el concreto y van desapareciendo las áreas verdes, siéntase afortunado si usted dispone de un jardín, por pequeño que sea. Si es así, estimado lector/a, le daré un consejo: plante una “Dama de la noche”, arbusto extraordinario que brota desde México hasta Sudamérica.
Aunque sus flores son poco llamativas, en compensación poseen uno de los aromas más embriagantes del reino vegetal. Una sola planta perfuma un manzano entero y, al caminar por su cercanía, su fuerte emanación tiene el don de transportar a un universo alejado de las bocinas, del cemento y las aflicciones de la cotidianidad.
La “Dama de la noche” atrae a una cantidad considerable de polinizadores, animalitos cruciales para la preservación del ecosistema. Sin contar la variedad de picaflores adictos a los efluvios de su flor, impresiona la diversidad de avispas, abejorros y abejas que se contrastan entre el verde y blanco del follaje, un espectáculo grandioso para el observador paciente y atento. Desde unas avispas minúsculas caracterizadas por el colorido de su delgado cuerpo, hasta las imponentes nina-ninas, emociona la gracia de estos insectos. De los abejorros, conmueve su negro y robusto espaldar lleno de polen, especialmente al recordar que este humilde bichito carga en sus espaldas lo que permite la continuidad de la vida.
Por otra parte, la maravillosa planta igualmente acoge a las aves. Los “piojitos” y “payadores” disfrutan de su néctar, y el “k´ella”, pájaro valluno que por su canto disonante ha recibido ese peculiar sobrenombre en quechua, suele darse un banquete engullendo sus flores y hojas tiernas.
Por las noches, sigue el sortilegio con mayor intensidad, ya que la fragancia de la “Dama de la noche” se desprende en su total exuberancia. Así, es frecuentada por “taparancos”, majestuosas mariposas nocturnas tan inofensivas como incomprendidas por la superchería colectiva. De cuando en cuando, se vislumbra la sombra de un murciélago que se distingue por el garbo de un vuelo muy similar al de las golondrinas.
Una de las tardes en que me dediqué a admirar a las “Damas de la noche” de la casa de mis padres, se presentó un animal de trazo extraño. Por la manera de moverse, asemejaba a un diminuto picaflor de apenas dos o tres centímetros. Días siguientes, me consagré al avistamiento del precioso ser que era tan manso y confiado, que pude mirarlo de cerca y descubrir que tenía antenas. Entonces, lo que pensé que era un picaflor, resultó una mariposa que, para despistar a sus depredadores, imita la silueta y el vuelo de los colibríes. Me pareció tan bella, mágica y singular esa simbiosis –un insecto-picaflor o un picaflor-insecto– que vinieron a mi mente las palabras de José María Arguedas y fantaseé con que me encontraba ante “un mensajero, un visitante de la parte encantada de la Tierra”.
Esa nueva aparición hizo remontarme a una creencia infantil que, a estas alturas, puede sonar a que me “patina la chirola”. No obstante, esa fantasía se constituye en dulce certeza capaz de borrar los sinsabores, la apatía, el conformismo o la falta de imaginación de la adultez.
Existen las hadas, los gnomos, los duendes y otras deidades mitológicas. Existen porque son creaciones inspiradas en los paradójicamente despreciados y subestimados insectos, seres de complejidad y hermosura alucinante, pero a los que de forma pedante y antojadiza, situamos en los últimos peldaños de la escala evolutiva, una escala concebida a nuestra imagen y semejanza y, por ende, en la que muy convenientemente, los humanos nos regodeamos en la cúspide.
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA