Violencia contra las mujeres
Durante las últimas semanas, una nueva ola de malas noticias ha vuelto a poner en primer plano de la actualidad la violencia sexual de la que son víctimas muchas mujeres, gran parte de ellas niñas, con una frecuencia e intensidad que obligan a toda la sociedad y a sus instituciones, sin excepción alguna, a someterse a una muy intensa introspección colectiva capaz de desentrañar las causas de lo que ya tiene las características de una psicopatología de dimensión nacional.
Poner el problema en esos términos no es una exageración. Es que si bien la violencia contra las mujeres es un fenómeno universal, de muy antigua data y que se extiende a través del tiempo y del mundo sin hacer distinciones de ninguna naturaleza, en Bolivia se presenta con demasiada frecuencia e intensidad.
El caso boliviano tiene como agravante el hecho de que es en el hogar, alrededor del núcleo familiar, donde se producen los mayores y peores casos de agresión física y sexual. Y son parientes tan cercanos como padres o hermanos los autores en un notable porcentaje de los casos.
Sobre ese telón de fondo, y como no podía ser de otra manera, ha adquirido especial relevancia una serie de noticias que han dado una nueva dimensión al problema. Se trata de una sucesión de casos en los que han estado involucrados funcionarios públicos de diversas jerarquías, todos con la común condición de ser militantes y representantes del Movimiento Al Socialismo. Y lo que es peor: en todos los casos denunciados se ha podido constatar en mayor o menor medida algún grado de complicidad oficial expresada en el afán de minimizar los casos, encubrir, socapar y hasta proteger abiertamente a los autores.
Ante tan dramática situación, lo más natural es que, tal como está ocurriendo, se desencadene una ola de expresiones de indignación, repudio y hasta desesperación. Y está muy bien que así sea, pues de ningún modo es admisible que la indiferencia se imponga ante un mal enquistado en nuestra sociedad y cuyo efecto destructor se expande por doquier.
Sin embargo, y precisamente por eso, conviene hacer un esfuerzo proporcional a la gravedad del tema y no concentrar la mirada en sus manifestaciones más externas, las más visibles por sus contornos escandalosos, pero no por eso las más adecuadas para ver el problema en su justa dimensión.
Reconocer que las raíces del mal son más hondas de lo que se quisiera es probablemente un primer paso, sin el cual no será posible llegar más allá de la muy justa pero estéril ira.