Entre mujeres
Once de la mañana. Me encontraba sentada en el asiento trasero del trufi, al lado mío había un hombre. Me tocó bajar y como el señor no se quiso mover para darme campo, tuve que salir casi rozándolo. Estaba en eso cuando el tipo se atrevió a propinarme una palmada en plena nalga. Primero pasmada y luego furiosa, le canté sus verdades al abusivo, hasta que una mujer, sentada adelante, me increpó que “dejara de hacer perder el tiempo”, que no esperara otra reacción de los “varones” si llevo “los pantalones apretados”. Los demás pasajeros brillaban por su mudez. El chofer, finalmente, partió. Camino a mi casa (mejor a pie), fui rumiando mi furia. Se convirtió en tristeza.
Lamentable ubicar que reptamos en un contexto en el que se puede ser gratuitamente violentada. Ese día estaba de excelente humor, casi había logrado restaurar, un poquito, mi fe en la humanidad. Recordaba un sueño con gorriones. ¿Y, de pronto, de la nada, me golpean? Terrible constatar que se hace muy difícil el transitar pacíficamente por la vida.
No obstante, se vislumbra algo peor. Lo nauseabundo no es sólo el comportamiento del sujeto, sino también la reacción de la mujer que considera que un jean ajustado justifica la agresión.
Hay temas que no son muy frecuentes en las aguas del feminismo. Tal vez el más urgente de encarar sea esa sórdida y aburrida “guerra fría” que suele estallar entre mujeres, esa mezquina cruzada que denota el rol femenino de “competir” (¿por la atención de quiénes? ¿De los hombres? ¿Acaso no hay mejores cosas que hacer?). En consecuencia, en incontables ocasiones las mujeres transcurrimos en pie de ataque, nos envidiamos, repudiamos y maldecimos entre nosotras y, aunque generalmente mediante la malevolencia silenciosa y la hipocresía, somos capaces de guerras míseras. ¿Sororidad? ¡Mis polainas!
¿No es muy común que “señoras” se reúnan para sacar los “trapitos al sol” de otra infortunada? ¿No abundan mujeres que son las primeras en tirar piedras a la “puta” a la “zorra” a la “ramera”, en el marco de los más nefastos estereotipos y estigmas machistas y sexistas? ¿No son numerosas las féminas que se llenan la boca de batracios (perdonen bichitos por la comparación) para criticar la “moral sexual” de otras? ¿No resaltan suficientes mujeres en las filas de los “provida”, muy dispuestas a juzgar a otras que se ven en la necesidad de recurrir al aborto? ¿A algunas mujeres no les incumbe demasiado la vida de otras? ¿No es real que entre mujeres circulan chismes mezquinos de unas sobre otras con más frecuencia de la que admitimos? ¿No son usuales los lazos femeninos donde rebasan la envidia, la histeria, la absurda rivalidad patológica? ¿Cuántas mujeres viven en función de lo que “tiene” la otra, sea el cabello, las ideas, las pilchas o el novio?
Lacan indicaba que la mirada obsesiva puesta en el otro (u otra) es una manifestación del deseo más recóndito y visceral. ¿Será que de tanto mirarnos, de tanto andar pendientes unas de otras, las mujeres expresamos deseos ocultos? ¿Será que la doña que se quejó por mis “pantalones apretados” no hizo más que vomitar su deseo en el meollo de una cultura represiva, misógina y enferma?
Lo cierto es que, de una buena vez, debemos asumir que el machismo, la misoginia, el sexismo y taras afines que atañen a la sexualidad humana, no son solamente hechuras masculinas. Son construcciones sociales y ello implica que las mujeres tenemos la mitad de la responsabilidad. Y, como dice Eduardo Galeano, así se nos vayan abriendo las jaulas, falta superar el miedo a la libertad.
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA