Nubes de humo, ciudades de plástico
Durante el Siglo XIX, el paradigma de “civilización versus barbarie”, marcó la retórica y praxis política dominante en América Latina. Si bien trajo como beneficios reformas educativas y fomento de las artes en el sentido iluminista, en la mayoría de los países eso se quedó en demagógicas intenciones. En realidad, el corolario inmediato de tal concepción fue el crecimiento disímil de las grandes urbes frente a las comunidades rurales, lo que cimentó las estructuras profundamente desiguales que caracterizan a la región.
No obstante, su secuela más sórdida fue el exterminio explícito e implícito de culturas indígenas abanderando la “civilización”, es el caso de mapuches, yaquis y tantos otros. En el país, la interpretación de esa perspectiva amparó el pongueaje, al igual que justificó la esclavitud en otras naciones.
Un componente importante de esa noción es su visión “extractivista”, lo que fue alimentado por el darwinismo social y el positivismo. A nombre del “progreso” y, paradójicamente, siguiendo pautas “creacionistas”, los humanos se “confirmaron” como centro del universo; se procuró colocar la naturaleza a su servicio.
Para inicios del Siglo XX, hasta en la poesía se exaltaba el dominio humano del entorno, se le hallaba belleza al humo de las fábricas, al sonido del ferrocarril y a las jaulas de “las bestias”. Se generó, en su mayor expresión, el culto al desarrollo capitalista y se despreció a la naturaleza cual indeseable recordatorio de lo “salvaje”.
Hoy, cuando los “Estados desarrollados” realizan un “mea culpa” por los efectos imprevisibles que el modelito ha traído al medio ambiente y al clima, lo que llama la atención es cómo se ha tatuado este enfoque, justamente, en los países que fueron afectados y apabullados por su etnocentrismo y desigualdad esencial.
En Bolivia el asunto tiene manifestación en el extractivismo cortoplacista y el “desarrollismo” miope y acomplejado que, en pleno Siglo XXI, se perfilan insertados en la mentalidad de los gestores públicos y sectores de la población. Las consecuencias son evidentes y están traspasando los límites.
Estos días, medio país es una zarza ardiente, las nubes primaverales se reemplazan por nimbos de humo, llueven cenizas, millones de seres vivos agonizan entre los escombros (¿no les suena a Mordor?). Más de paso, nos damos el lujo de perder a aquellos que dieron la vida por el bien común, ciudadanos abandonados implacablemente por un Estado que no es capaz de mover un dedo coherente para hacer frente al desastre ambiental que padecemos y que, al contrario, parece contemplar –risueño– la devastación.
Por otro lado, la hecatombe ambiental también tiene resonancia en la planificación urbana. Se constituyó en maña que los proyectos de inversión pública impliquen el sacrificio de árboles, áreas verdes, lagunas, ríos, patrimonios naturales. En Cochabamba, por ejemplo, ello significa padecer un vergonzoso 2,5% de cobertura arbórea y un tanto similar de áreas verdes, pasando de “ciudad jardín” a una de las ciudades más contaminadas de América Latina. Y mientras se quema el Parque Tunari a vista y negligencia de los que manejan los recursos y bienes públicos, ¡no faltan los que anhelan llenar de plástico (pasto sintético) los escasos parques que sobreviven! ¡O los que maquinan embovedar el río Rocha y matar los cientos de árboles de su ribera!
No sé a ustedes, queridos lectores, todo esto a mí me sabe a un escenario de porquería. Pero no se trata del dictamen de dioses sádicos, tampoco es el “destino” o una revelación punitiva de la “divina providencia”. No. Esto es obra nuestra. O por lo menos de quienes socapamos como gobernantes.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA