En nombre de Dios y de la raza
Como si las complejidades propias de la crisis en que está sumido nuestro país no fueran suficientes para preocuparnos por lo que nos depara el futuro, en los últimos días se han introducido al principal el escenario político de nuestro país, dos factores cuya peligrosidad está registrada con abundancia en las páginas más funestas de la historia de los pueblos. Nos referimos a invocar los resentimientos étnicos, por una parte, y a la religión, por otra, como sendas fuentes de legitimidad de las fuerzas contendientes.
La confluencia de ambos factores: raza y Dios, en una situación tan crítica como la actual no es un detalle que pueda ni deba ser soslayado. Es que quienes desde las diversas ramas del saber intentan hacer un diagnóstico de la situación actual de la sociedad humana y de los principales peligros que se ciernen sobre su futuro, suelen coincidir en que el recrudecimiento de odios ancestrales es uno de los principales.
Los odios a los que se refieren, se nutren a su vez de dos vertientes: la étnica y la religiosa. Es que a lo largo y ancho del planeta cunde como una fuente inagotable de males una especie de renacimiento de las identidades étnicas y religiosas como factor principal de las luchas internas y externas en cada vez más países del planeta.
Tan notable y temible es este fenómeno, que de un extremo a otro del mundo se deja sentir el avance de una ola que avanza en nombre de la homogeneidad étnica y religiosa. Lo que ocurre en Europa es un penoso ejemplo de lo dicho,
El poder movilizador de masas que pueden llegar a esos dos ejes alrededor de los que tiende a reconfigurarse el mapa político y geopolítico internacional no es nada nuevo. Por el contrario, desde los orígenes de la historia humana, en sus más diversas vertientes culturales, el orgullo étnico y la religión han sido siempre los dos principales pilares de cohesión social e identidad colectiva.
Es tan generalizada esa tendencia a la recuperación de formas premodernas de acción política, que su sello está presente desde el régimen de Netanyahu Israel, pasando por la Rusia de Putin, la Hungría de Orban, la Polonia Jaroslaw Kaczynski o la Turquía de Erdogan hasta los EEUU de Donald Trump y el Brasil de Jair Bolsonaro. Y eso sólo si nos fijamos en países de peso importante en el escenario político internacional y no incluimos casos como de España, donde el fantasma de Francisco Franco se ha instalado como eje central de las disputas.
Así, la tentación de restaurar un poder absoluto legitimado por la voluntad de Dios, y la apelación a las identidades étnicas y nacionales como fuentes legitimadoras de regímenes autoritarios da al escenario político internacional actual un aspecto medieval que, hasta hace no mucho tiempo, no hubiera cabido ni en las más pesimistas previsiones. Y ahora irrumpe aquí en este conmocionado e incierto descontento postelectoral que agita Bolivia.