El fin y los medios
Somos hijos de la guerra. Estudiosos aseguran que la guerra es una característica del Homo sapiens. Los filósofos se duelen preguntándose si la guerra es la contraparte trágica del conocimiento. Lo cierto es que los Estados-nación que aún rigen los sistemas políticos actuales son vástagos de ella. Entonces, al pertenecer a culturas guerristas, tenemos muy insertada en nuestra médula colectiva la escalofriante premisa de Maquiavelo: El fin justifica los medios.
Estas semanas en Bolivia se han desatado monstruos que creímos moribundos. Nos hemos apedreado y apaleado. Nos escupimos, nos insultamos, nos desangramos en la humillación del rival político, en la hoguera de la censura, en el oscurantismo del reino de la turbamulta. Nos asesinamos. Quemamos los cerros, los buses que intentaban darnos (para variar) un buen servicio de transporte, una cooperativa campesina que exportaba chocolates, hogares inocentes. ¿Y por qué? Por una pinche y coyuntural sucesión de poder, por la angurria de algunos de creerse los únicos y sacrosantos “elegidos”, por el caudillismo de un partido que quiso imponer sus limitaciones al resto del país, por ambiciones de los que quieren retroceder y derramar sus dogmas del medioevo religioso.
El fin es el mismo siempre, abstracto e intocable, un fin que se idealiza en cada fábula de guerra, en cuentos repletos de héroes y villanos, en épicas historias de revoluciones y dictaduras: el poder.
Así, se imprimen ríos y ríos de tinta sobre el poder y su abismal magnetismo. Los medios para llegar a él, en cambio, suelen ser abordados como estadísticos daños colaterales. Que tantos muertos, que tales ciudades arrasadas, que tantos millones en pérdidas.
Pocas veces se piensa en lo que significa un solo muerto o en aquel al que le tocó perder el ojo o las manos. ¿Qué sentirá un joven de 20 años que muere apedreado y apaleado? ¿Qué pasará por la mente de la madre de ese muchacho? ¿Cómo será viajar en un bus y ser emboscado, desnudado y garroteado? ¿Qué recuerdos abrigarán los violentados por el color de su piel o su vestimenta? ¿Qué dirán los niños que vieron su casa incendiada?
El futuro es una fantasía. Lo único que verdaderamente poseemos es el presente, el camino que vamos transcurriendo. El fin es el futuro incierto y a nombre de él, paradójicamente, destruimos el presente, trastocamos nuestros caminos en senderos de pesadilla. ¿Y esas chispas que se apagan y que ya no tienen más camino que andar, esas existencias que se ciegan, valen la pena en miras del fin? Y no faltan los que añoran más sangre, los que llaman a la guerra civil, a las armas, a la violencia revanchista, a morir por intereses que, después, ni siquiera nos mirarán de reojo.
Nunca vi tantas banderas como en estos últimos días. Banderas que expresan un simbolismo vago que nos arraiga en el típico nacionalismo de himnos y marchas militares, aquel sentimiento que nos desgarra cuando se incinera un pedazo de tela, mientras somos capaces de ofrendar la vida (y sacrificar la de otros) o advertir con indiferencia cómo se devastan los bienes y espacios públicos que sí son útiles, por esa abstracción.
Lo peor es que inevitablemente reflexionando respecto al fin de esta tragedia, todo parece configurarse para que pasemos de una arremetida caudillista a otra, de Mussolini a Franco. Esperemos que me equivoque. Seré la primera en brindar.
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA