El Chuso, ese hombre
Cuando un amigo cercano cruza el umbral que lo quita de este mundo el momento nos da una profunda pena y otras veces, más bien, una tranquila resignación. Todo depende si la muerte le ha llegado en un instante extremadamente inoportuno o si ella es una especie de liberación. Después, viene la nostalgia y como en una película de la memoria se van sucediendo las imágenes de momentos significativos de la vida del que se fue, tiempos que también fueron los nuestros.
Conocí a Eudoro Galindo Anze muy temprano, cuando usábamos pantalón corto. Íbamos al mismo colegio y estábamos en el mismo curso. Vivía en una casa imponente para entonces, en la esquina de las calles Junín y Santibáñez. Una escalinata de una inmensidad apabullante para nuestro tamaño nos conducía hasta el segundo piso. Al escenario de nuestros juegos infantiles antes de la hora del té. Y luego bajaba dos cuadras, a la calle Calama, a mi casita. Y hasta el día siguiente.
Razones de orden político llevaron a su familia al exilio y al final a los Estados Unidos. Al contrario de sus hermanos mayores, Ramiro y Cristian, él nunca quiso asentarse en ese mundo. A pesar de que luego de su graduación tuvo la oportunidad de dedicar allí sus empeños en lo que sería su vocación vital: el quehacer político.
A su retorno a Bolivia imperaba la dictadura de Banzer. No era su tiempo. Emprendedor, buscó su autonomía económica fundando la primara fábrica de bicicletas bolivianas.
Luego, en el tráfago electoral de la reciente reconquistada democracia, un amigo común, Jorge Soruco Quiroga y yo, fuimos sorpresivamente invitados a tomar el té por el Chuso. En la tertulia vació sus ideas liberales y conservadoras. Y nos motivó para fundar el gran partido de la derecha boliviana. Rechazamos su invitación. Como discretos sufrientes de la represión dictatorial casi nos sentimos ofendidos. Hicimos algunos comentarios audaces, desde el despiste de nuestro amigo que se le ocurría invitarnos a hacer política en un salón de té cuando era conocida nuestra aversión a la “derecha”, hasta que su mirada sobre el país le alcanzaba solamente para dictar una conferencia en su “college” americano.
Nuestras críticas estaban basadas en la arrogancia cultural tan propia la izquierda, ¡cuán equivocados estábamos! Nuestro amigo estudio la historia de Bolivia a profundidad. Escribió libros sobre la época precolombina, en torno a los albores de la República y sobre la Revolución Nacional y otros de índole ideológica. En la gestión pública fue todo lo que quiso, descartada la Presidencia de la República: subjefe de ADN, hombre fuerte en la dirección del MNR, diputado, senador y embajador.
Fue un protagonista valiente de las causas que abrazó. Recuerdo la vez que participó en un foro en la UMSS en las épocas bravas de la transición democrática de 1979. Su contrincante era el excelso orador socialista, Marcelo Quiroga Santa Cruz. Nuestro hombre se enfrentó a un auditorio agresivamente adverso. Pero se presentó al duelo verbal contra su brillante opositor. Solamente dejó el estrado cuando los estribillos, gritos y diatribas no dejaron oír sus palabras.
Alguna vez coincidimos en los debates políticos televisivos. El Chuso me recomendaba entonces que no le dé duro. “No te lo digo por mí – me explicaba-, pero mi madre no te va a querer más”.
Con tenacidad y coraje participó en el derrumbe de la dictadura de García Mesa, a través de las conjuras militares de Cochabamba contra el impresentable general.
Más tarde coincidieron nuestras dotes conspirativas que quizá se combinaron desde la infancia. Bajo la dirección de Chuso los diputados izquierdistas y los conservadores unimos fuerzas para derrocar al presidente oficialista de la Cámara de Diputados, el legendario Guillemo Bedregal del MNR. El éxito del golpe de mano parlamentario acumuló en su currículo la Presidencia, aunque efímera, de la Cámara. Tenía la paciencia y la humildad para convencer.
Quizá su carácter irreductible fue moldeado por el deporte que más lo fascinaba, el de alcanzar la cima de todas las montañas que se le ponían al paso. Era lo que él consideraba una manía “para mirar al cielo desde más cerca”. Si se terciaba un desafío, el Chuso no lo dejaba pasar: por ejemplo, navegar el rio Mekong en el Asia sudoriental en las condiciones precarias de los lugareños. Allí encontró una nueva vocación, la de fotógrafo. Sus centenares de fotografías las archivó y ordenó cariñosamente su hija Diana.
Era generoso con los amigos. En otra ocasión de sus avatares políticos su casa, situada en el las inmediaciones del parque Anze, recibió un dinamitazo. La bomba destruyó los vidrios de varias casas de la vecindad. Galindo se presentó al día siguiente en la de uno de los vecinos de modestos ingresos, y también amigo de la infancia, y se comprometió a pagarle los destrozos. Su generosidad corrió de boca en boca; y algunos amigos de ácido humor propio del cochabambino, antes de reconoceré el mérito, blandieron el hecho como prueba de que el incidente fue un auto atentado. Chuso, años después, reía la ocurrencia como el que más.
Con una visión más propia del anarquismo que del conservadurismo militante, parecía no tener dioses en el cielo ni amos en la tierra. Tuvo dos jefes políticos que lo tuvieron como segundo hombre: Banzer y Goni. Y con los dos terminó por distanciarse cuando no reconocieron su pensamiento crítico y su honestidad a prueba de tentaciones, valores antipáticos a la mayoría los jefes partidarios.
Esta es una reducida semblanza, a bote pronto, de un amigo polémico, pero notable y querido. Hace pocos días nomás me preguntó cómo sería el colofón de lo que estaba ocurriendo en las calles. Alcancé a tranquilizarlo más con el apoyo de los deseos que con el convencimiento del desenlace. El epílogo parcial de esta nueva historia de las luchas democráticas contribuyó seguramente a que tuviera muy tranquilo sus últimos sueños.
Los recuerdos menos íntimos más oficiales y solemnes vendrán seguramente en otros papeles.
El autor es periodista