Manías, obsesiones, uso y abuso de nuevos símbolos

Columna
DÁRSENA DE PAPEL
Publicado el 09/12/2019

Cuentan que Kant salía a dar una vuelta a la plaza de su pueblo alemán todos los días a las tres de la tarde, y que, cuando tocó poner en hora el reloj, que se había averiado en esa región del frío Mar Báltico, esperaron el preciso momento en que él llegara. Fue Immanuel la medida (del tiempo) de todas las cosas.

Emanuel —así lo bautizaron; luego él se cambió a Immanuel— es un nombre hebreo que significa “Dios está con nosotros”. En la biblia, aparece por primera vez en el libro de Isaías. Kant no negó la existencia de Dios, pero se decantó por lo que llamó “religión de la razón” o una racionalidad moral religiosa. Era sedentario y, por lo de sus vueltas a la plaza, un perfecto maniático.

Todos tenemos pequeñas grandes manías u obsesiones, conductas repetitivas que pueden ser habituales, o rituales, sin llegar al diagnóstico de la enfermedad mental. En ese sentido, algunos personajes públicos de la Bolivia de hoy se arriman (nada más que eso) al grupo de maniáticos u obsesivos con sus recurrencias: el ferviente uso de símbolos dentro de sus discursos, quién sospecharía, una bien pensada técnica comunicacional para ganarse adeptos.

Lejos de la filosofía, al excívico Luis Fernando Camacho se le metió en la cabeza entregar a Evo Morales una carta de renuncia para que la firmara. Lo intentó en vano una vez y, porfiado el hombre, la segunda se dio el gusto de dejarla en el hall del Palacio de Gobierno. Había anunciado que buscaría la dimisión de Morales con dos armas (simbólicas, puro discurso más allá de la materialidad): una carta en una mano y una biblia en la otra. Mientras, el país no hablaba de la “pitita” (símbolo) como factor sociodigital preponderante para la revolución ciudadana contra la autoridad política. Hasta hoy, casi no hay discurso oficial sin uso y —para mi gusto estético— abuso de la pitita.

Antes, Evo y García Linera machacaban con la raza o la clase, también con la mentira, para defenderse de las críticas a su modo, victimizándose; manipulación muy efectiva. Ellos usaron los símbolos para dividir, no para unir. Con aparente bronca (todo simbólico) contra los k’aras (blancos) por el presunto odio de estos al “indio”, se fueron denunciando un “golpe” —palabra que no abandonarán jamás no solo porque crean que hubo uno, sino porque saben que ese mensaje excita sobremanera a los entusiastas (otros temosos) de la izquierda internacional. La asociación subliminal de palabras o signos (los símbolos) logra el milagro de producir emociones conscientes.

Ahora bien, de Camacho a esta parte se advierte una aprensión, sobre todo de intelectuales, académicos y artistas, al uso de la biblia como símbolo del poder (un ministro “supuso” que la autoridad a la que estaba posesionando era católica y directamente le ordenó que hiciera la señal de la cruz; yo lo vi).

Bolivia es constitucionalmente un Estado aconfesional o laico y las constantes alusiones religiosas mediante símbolos como la biblia, a partir de la tenacidad de Camacho y, luego, de otros políticos, están provocando urticaria, especialmente, entre los ateos. No se sabe si protestan contra el Estado, contra los creyentes (en general, sin religión específica), contra la Iglesia católica (en particular) o contra el mismísimo Dios (por una pelea mano a mano con Él). Varios de estos apologetas de la incredulidad, más allá de su esfuerzo legítimo y, hoy, legal por custodiar el destierro del cristianismo del Palacio donde ahora reina, como nunca, el patujú, dejan la impresión de pararse frente a los demás con actitud de superioridad, y de criminalizar la fe.

El disenso no es malo, al contrario; la descalificación de fantoche, arrogante y encima irrespetuosa de las libertades ajenas, sí.

Siempre son buenas las moderaciones. Se debe cuidar que los nuevos símbolos no despierten nuevas manías u obsesiones, como la de ciertos laicistas intolerantes que esperan agazapados su cuarto de hora kantiano (todo racional, claro, muy desafiante de la autoridad divina) para promover no el sano disenso ni la polémica que ayuda a construir(nos), sino nuevas radicalidades, nuevas polarizaciones, nuevos odios en este país, ya, dividido.

 

El autor es periodista y escritor

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