Tu “único” dios
“Este libro es el primer libro, pintado de antaño, pero su faz está oculta (hoy) al que ve, al pensador. Grande era la exposición, la historia de cuando se acabaron de medir todos los ángulos del cielo, de la tierra, la cuadrangulación, su medida, la medida de las líneas, en el cielo, en la tierra, en los cuatro ángulos, de los cuatro rincones, tal como había sido dicho por los Constructores, los Formadores, las Madres, los Padres de la vida, de la existencia, los de la Respiración, los de las Palpitaciones, los que engendran, los que piensan, Luz de las tribus, Luz de los hijos, Luz de la prole, Pensadores y Sabios (acerca de) todo lo que está en el cielo, en la tierra, en los lagos, en el mar”.
Esa bellísima prosa corresponde al Popol Vuh, libro sacro de los quiché, etnia maya. Al igual que en la Biblia, ofrece una compleja elucidación del inexplicable misterio que circunda a la vida.
Los yoruba ensoñaban con dioses benevolentes que desde el cielo crearon las aguas, luego la tierra y, finalmente, las semillas.
Los griegos imaginaron deidades poderosas, lujuriosas y vengativas, humanamente malignas e imperfectas.
Los hinduistas guardan un dulce sincretismo que se centra en seres capaces de trascender la muerte hacia un aprendizaje inmortalizado en infinitas reencarnaciones.
Los urus creían en dioses-montaña, veneraban al sol que doraba las aguas de lagos que engendraron los corales y los vientos, adoraban cóndores y sapos sagrados.
Los esse ejja atesoraban una ya casi desaparecida mitología que buscaba comprender la recóndita contradicción entre lo material y etéreo, entre la piel y espíritu.
Los nórdicos fantasearon con una extraña teoría que canta sobre aguas congeladas, vacas descomunales que lamieron los colores del cielo, dioses hermafroditas y gigantes.
Los budistas procuran encontrarse en el referente de sabios que se debatieron por intrincados caminos de búsqueda permanente.
Este es un reducidísimo botón de la maravillosa diversidad de mitologías elucubradas por el homo sapiens. Esa extensa variedad, aparte de generar deleite y feliz asombro por la extraordinaria imaginación y capacidad creativa humana, hace inevitables terribles preguntas, lacerantes dudas: Siendo que en términos empíricos somos un minúsculo punto de luz en un universo (¿o multiverso?) de grandeza inconcebible para las escalas terrícolas, ¿será posible que un (todavía más) minúsculo y efímero ser de carne y sangre pueda “conocer” los entresijos del funcionamiento de la enormidad que le rodea? ¿Por qué nuestras mitologías son tan –demasiado– espejos nuestros? ¿En su increíble pluralidad de significados, cuál de ellas tendría la “verdad”?
Entonces, pequeño microbio, pinche mortal, querido par mío, tan humano, tan carnalmente poroso y tan fugaz como cualquiera, ¿qué es lo que te lleva a asegurar que tu dios es el único válido? ¿Qué te hace pensar que (justo) tu religión es la que posee la llave del máximo de los enigmas? ¿Por qué tus ritos deben ser los únicos consagrados? ¿Por qué tus fiestas son obligatorias? ¿Por qué la fe de tus otros congéneres sería la “equivocada” y la tuya la “correcta”? ¿Qué es eso de atribuirse la “verdad”?
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA