Imaginemos un mundo sin capitalismo

Columna
Publicado el 06/01/2020

YANIS VAROUFAKIS

ATENAS – Los anticapitalistas tuvieron un año pésimo. Pero el capitalismo también.

Si bien la derrota del Partido Laborista de Jeremy Corbyn en el Reino Unido en diciembre pasado le restó impulso a la izquierda radical, particularmente en Estados Unidos (donde ya están cerca las primarias para la elección presidencial), el capitalismo recibió críticas desde lugares insospechados. Milmillonarios, ejecutivos empresariales y hasta la prensa financiera se han unido a intelectuales y líderes comunitarios en una sinfonía de lamentos por la brutalidad, insensibilidad e insostenibilidad del capitalismo rentista. La imposibilidad de seguir haciendo negocios igual que siempre parece ser una idea muy difundida, incluso en las juntas directivas de las corporaciones más poderosas.

Cada vez más presionados, y justificadamente culposos, los ultrarricos (o al menos, los razonables) se sienten amenazados por la aplastante precariedad en la que se está hundiendo la mayoría. Como predijo Marx, forman una minoría con poder supremo que se muestra incapaz de dirigir sociedades polarizadas que no pueden garantizar una existencia digna a quienes no poseen activos.

Atrincherados en sus comunidades cerradas, los más inteligentes de los riquérrimos defienden un nuevo “capitalismo de partes interesadas”, e incluso piden impuestos más altos para los de su clase. Comprenden que la democracia y el Estado redistributivo son la mejor póliza de seguro posible. Pero ¡ay!, al mismo tiempo temen que como clase esté en su naturaleza evitar el pago de la prima.

Los remedios propuestos van de insignificantes a ridículos. La idea de que las juntas directivas no piensen solamente en el valor para los accionistas sería maravillosa si no fuera por un detalle: la remuneración y la designación de las juntas son decisión exclusiva de los accionistas. Asimismo, los llamados a limitar el poder exorbitante de las finanzas serían estupendos si no fuera por el hecho de que la mayoría de las corporaciones responden a las instituciones financieras que poseen el grueso de sus acciones.

Confrontar el capitalismo rentista y crear empresas para las que la responsabilidad social no sea solamente un truco publicitario demanda nada menos que reescribir el derecho de sociedades. Para comprender la magnitud de la tarea, conviene volver al momento de la historia en que la aparición de la acción negociable convirtió el capitalismo en un arma y preguntarnos: ¿estamos listos para corregir ese “error”?

Ese momento ocurrió el 24 de septiembre de 1599. En un edificio de madera a las afueras de Moorgate Fields, no muy lejos de donde Shakespeare estaba ocupado terminando Hamlet, se fundaba la Compañía de las Indias Orientales, un nuevo tipo de empresa cuya propiedad se subdividió en minúsculos fragmentos que podían comprarse y venderse libremente.

Las acciones negociables hicieron posible la aparición de corporaciones privadas más grandes y más poderosas que los estados. La hipocresía fatal del liberalismo fue usar el elogio de los virtuosos carniceros, panaderos y cerveceros del vecindario para defender a los peores enemigos del libre mercado: las Compañías de las Indias Orientales, que nada saben de comunidades ni de ética, que deciden precios, devoran competidores, corrompen gobiernos y convierten la libertad en farsa.

Luego, hacia fines del siglo XIX, con la formación de las primeras megaempresas interconectadas (como Edison, General Electric y Bell), el genio liberado por la acción negociable dio un paso más. Como ni bancos ni inversores tenían dinero suficiente para alimentar el motor de esas nuevas megaempresas conectadas, apareció el megabanco, en la forma de un cartel mundial de bancos y oscuros fondos, cada uno con accionistas propios.

Se creó entonces un nivel nunca antes visto de deuda para transferir valor al presente, con la esperanza de que las ganancias fueran suficientes para pagarle al futuro. El resultado lógico: megafinanzas, megacapital, megafondos de pensiones, megacrisis financieras. Las debacles de 1929 y 2008, el ascenso imparable de las grandes tecnológicas y los demás ingredientes del malestar actual contra el capitalismo se volvieron ineludibles.

En este sistema, las voces que se alzan para pedir un capitalismo más amable son sólo modas pasajeras, sobre todo en la realidad posterior a 2008, que dejó claro que megaempresas y megabancos tienen el control total de la sociedad. A menos que estemos dispuestos a anular la creación de 1599, la acción negociable, no habrá cambios apreciables en la distribución actual del poder y la riqueza. Para imaginar cómo podría ser en la práctica superar el capitalismo hay que reconsiderar el modelo de propiedad de las corporaciones.

Imaginemos que las acciones fueran como un derecho a voto, que no se puede comprar ni vender. Así como al ingresar a la universidad uno recibe el carné de la biblioteca, el personal nuevo de las empresas recibirá una única acción por persona que garantiza el derecho a emitir un único voto en elecciones abiertas a todos los accionistas, en las que se decidirán todos los asuntos de la corporación: desde las cuestiones de gestión y planificación hasta la distribución de ganancias netas y bonificaciones.

De pronto, la distinción entre ganancias y salarios ya no tiene sentido, y a las corporaciones se las baja a un nivel que estimula la competencia en el mercado. A cada persona que nace, el banco central le otorga automáticamente un fondo fiduciario (o una cuenta personal de capital) donde periódicamente se deposita un dividendo básico universal. Al llegar la adolescencia, el banco central añade una cuenta corriente gratuita.

Los trabajadores cambian de empresa con total libertad, llevándose consigo el capital de su fondo fiduciario, que pueden prestar a la empresa para la que trabajan o a otras. Como no hay necesidad de turbopotenciar las acciones con la emisión de capital ficticio a gran escala, las finanzas se vuelven deliciosamente aburridas (y estables). Los estados eliminan los impuestos personales y a las ventas, y solamente gravan las ganancias corporativas, la tierra y las actividades perjudiciales para el bien público.

Pero ya hemos soñado suficiente. La idea es sugerir, justo al inicio de este Año Nuevo, las posibilidades maravillosas de una sociedad realmente liberal, poscapitalista, tecnológicamente avanzada. Los que se niegan a imaginarla serán esclavos del absurdo que señaló mi amigo Slavoj Žižek: tener más facilidad para concebir el fin del mundo que para imaginar la vida después del capitalismo.

 

El autor es exministro de finanzas de Grecia
© Project Syndicate y LOS TIEMPOS 1995–2020

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