Lluvia, choferes y alcantarillas no gratas
Comenzó la época de lluvias y con ella llegaron algunos pasajes célebres para muchos ciudadanos de a pie que debemos “tragarnos” el día a día, entre paraguas, salpicones y olorosos chapuzones que los carros nos avientan —queriendo y sin querer— cuando caminamos por alguna vereda.
Ayer, por ejemplo, pasadito el mediodía, bajaba a paso lento la hermosa avenida que conduce a la rotonda del Sombrero de Chola (Melchor Urquidi). Contemplaba impresionada el verdor que regalan apenas caen las primeras gotas de lluvia en nuestra querida llajta que ya luce en sus jardines un manto colorido de hojas y de flores.
Durante mi trayecto, además de estar acompañada de bellos árboles frondosos, fui testigo del vertiginoso cambio de clima: en cuestión de pocos minutos, la tarde apacible y templada, transformó su curso a un cielo intensamente furioso que se cubrió con nubarrones y de inmediato lanzó una leve garúa.
¡Oh! ¿Y ahora quién podrá defendernos? Sin abrigo, sin paraguas y sin carros a la vista, opté por gozar del panorama y de la inevitable mojada; pero de pronto las pequeñas gotas se convirtieron en un gran chubasco (“lokopara” le llamaban mis abuelos porque pese a la intensa regadera, duró apenas unos minutos) que colapsó las alcantarillas de esa vía.
Fueron tres tapas redondas y pesadas de cemento que saltaron con el agua. De pronto todo el romanticismo de la jornada se fue al tacho cuando, al cruzar hacia la parque Fidel Anze, un conductor “extremadamente torpe” pasó por encima del desfogue de agua hedionda, salpicando todo lo que se hallaba a su paso.
Quedé literalmente “sopada”, olorosa, y espero que en estos días no cultive champiñones en la piel… Pero de que maldije al “atento hijo e su madre” hasta su quita generación, lo hice, y con todo el amor del mundo.
La autora es Ciudadana.
Columnas de DOMINIQUE ARZELAS