Nos robaron la esperanza
En las actuales circunstancias, era preciso tener una fuerte consistencia moral y un idealismo quijotesco para no doblegarse ante las acechanzas del poder. Creímos que con Jeanine Áñez se trazaba, en perspectiva, el nuevo país que soñábamos construir, dejando atrás las miserias y las pequeñeces de los partidos. Por las cosas que hasta ahora hizo, entre buenas y malas, más buenas que malas, era razonable abrigar la esperanza de que al fin teníamos al frente una personalidad de rango superior, como la que el país necesita con urgencia.
Me aparto de la legión de voces que han cuestionado su postulación. Dijo varias veces que candidatear desde la presidencia sería una conducta deshonesta. Sí, es cierto eso que pensaba entonces. Muy bien, hasta ahí muy bien. Pero no me sumo a la crítica que ya corre por los medios, creo que ya es bastante. Sin embargo, me interesa examinar el hecho mismo desde otro punto de vista. ¿Por qué cambió de forma tan insólita? Una persona seria, y ya madura para enfrentar con cautela los trances de la vida, no debería darnos semejante sorpresa. Hubiéramos deseado que no se pareciera a los otros; que fuera distinta. Pero la cruda realidad nos hizo pisar tierra, como se dice.
Es que el medio en que se vive hace digestión de la persona. No se puede luchar, o es muy difícil hacerlo contra un enemigo tan poderoso. Y eso que llamamos comúnmente “el medio”, no es sino el conjunto de personas con las que habitualmente nos tocamos. Es la personificación de aquello que en sano juicio uno no quisiera ser, pero eso mismo está incluso en el aire que respiramos, y en la huella de los otros que también caminan por la misma ruta.
No estamos tratando de justificar el craso error de la presidente; lo que intentamos es comprender el mal del que ha sido víctima, acaso sin darse cuenta. La tomaron y la transformaron, la despojaron del idealismo quijotesco del que estaba animada al principio. Ahora es otra. Pero se parece a los otros en muchas cosas.
Iba a ser una ciudadana original; iba a entregar con manos limpias el cetro del poder al ganador y decir al electorado nacional, con legítimo orgullo: “he ahí mi obra; misión cumplida”. Pero la política, esa gran corruptora, donde se afianza la crónica propensión a infringir la ley moral; allí donde crece y se desarrolla su poder como la maleza en el predio abandonado, la política –decimos– no perdona a nadie. Todos deben ser iguales a la masa, y el que domina es aquel que se parece justamente a esa masa; astuto y demagogo, mitómano y pendenciero. Allí todos luchan por ser iguales, es una de las causas para que no surjan líderes.
Por lo que sabemos, ella no hizo una descollante trayectoria política; el cargo que ocupa parece ser más bien el fruto del azar o de la providencia, pero que ella no supo valorar; no pudo entender, en esa acción, las señales del destino.
El mensajero que fue a tocar la puerta de su casa para entregarle en bandeja el billete premiado con el “gordo” de la lotería, no volverá a cruzar por su vereda. Sus amigos (malos amigos) le arrebataron de las manos la gloria, y a nosotros la esperanza.
El autor es escritor
Columnas de DEMETRIO REYNOLDS