Aprender a golpes
A lo largo de la historia de Bolivia hemos tenido guerras internacionales, guerras civiles, revoluciones y golpes de Estado a granel, pero también grandes catástrofes, epidemias, desgobiernos que nos han dejado hondas huellas de dolor.
Nos toca hoy convivir con la pandemia del coronavirus, importada desde Wuhan una industriosa ciudad china donde, por desgracia, nacieron otros virus que derramaron su semilla destructora de gran manera.
En Bolivia, la llegada de la Covid-19 ha infectado a 61 personas (hasta la noche del jueves 26 de marzo) que pueden ser fuente de varios cientos y provocar muchas muertes, según los expertos.
Se pueden extraer varias lecciones de la llegada del coronavirus. La primera, que no es posible mentir eternamente, menos en nuestro mundo hiperinformado: el negar la existencia de la enfermedad (usual en regímenes totalitarios como China) fue el factor que provocó la explosión de los contagios y la difusión exponencial del virus. Segunda, en nuestra época hiperinterconectada (no pondré globalizada, porque desde Trump no es buena palabra), detener una propagación es una tarea tenaz. La tercera (hay muchísimas más), es que la mentira y la tergiversación son armas apetecibles para la guerra sucia.
Saltaré a las elecciones en Bolivia. Como en otras columnas, seguiré sosteniendo la confianza en la probidad del Tribunal Supremo Electoral y en su presidente; aunque a veces mantener el equilibrio entre ajustarse “en fino” a la legalidad para evitar cuestionamientos y las urgentes ansiedades de la sociedad, sea tarea de mucho esfuerzo y penoso reconocimiento.
También reconozco que existe una intelligentsia política nuestra que, aunque la mar de las veces sea al borde de una catástrofe, logra acuerdos y consensos. Por eso, no dudo que se alcanzarán consensos para la postergación de las elecciones; algunos porque esperarán réditos de ello, y otros porque comprenderán que es imprescindible, al menos la gran mayoría.
Abrumados por el virus maldito, todo pensamiento está puesto en la pandemia que infectó hasta ahora a más de medio millón de personas en 188 países. Los muertos son cerca de 24.000 y “lo peor está por venir”, según los científicos que nos están orientando.
Los efectos son desastrosos en todos los campos. La vida humana está trastornada, los hijos no pueden abrazar a sus padres, ni siquiera visitarles, la pandemia ha separado a los hermanos y a los hijos de sus padres. Si hasta los templos han cerrado sus puertas y las misas transcurren sin fieles.
La sensación de propiedad y pertenencia se diluye. En efecto, de qué vale tener un coche si no puedes conducirlo, de qué sirve tener ropa si no puedes lucirla, para qué ir a la peluquería si estás dentro de casa con pelo largo o corto, no tiene importancia.
La vida de relación se ha parado, ni cine, ni café, ni comidas ni convites, todo cortado de raíz, solos entre pareja evitando el menor roce, la más pequeña discusión, si no vale la pena, lavándonos las manos como recomienda “el dueño de casa” 20 veces por día. Agradeciendo a Dios que tenemos luz, calefacción, agua fría y caliente, lavadora de ropa y de vajilla, un balcón para mirar al sol, y los teléfonos que se calientan con las llamadas de los hijos. ¡Ah, Y el Internet! Para mí es como una ventana al mundo.
Apenas abro el correo o apenas ingreso al Facebook, estoy conectado con Bolivia, EEUU, España, con el mundo entero donde conservo un pariente, o un amigo y en contados segundos entramos en contacto. Me pregunto a menudo, cómo podríamos soportar la cuarentena rigurosa del aislamiento social sin ayuda del Face... sin las fotos o videos que nos trasmiten todos los días. Sin los diarios amigos que, aunque los de Bolivia no circulan impresos, sus contenidos no paran en la versión digital.
Más de alguno ha escrito: ¡este virus mortal ha logrado el milagro de acercarnos a Dios! En efecto, de pronto la humanidad se acordó que tiene un Padre Amoroso, que cuida de sus hijos, que siempre obtiene el bien de todo mal. Que si permite el dolor y la angustia es para recordarnos que somos pecadores, que no somos solidarios, que estamos en pecado y que debemos perdonar...
En fin. Todo sucede bajo el permiso de la Divina Providencia. Algo bueno habrá, detrás de tanta maldad, que todos debemos aprender el valor de la misericordia y de la bondad, que el amor existe y que la muerte no es, sino, la puerta de ingreso a la eternidad, que para los creyentes es el inicio de la gloria y el goce de Dios por siempre jamás.
El autor es periodista, mauricio.aira@comhem.se
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