Bajos instintos
Existen países donde la gente, en cuarentena debido al azote del coronavirus, sale a sus ventanas y balcones, cada día a las 8 de la noche, para manifestar, aplaudiendo, su gratitud y homenaje a los funcionarios de salud. Médicos, enfermeras y asistentes de los servicios hospitalarios que trabajan, sobreponiéndose al agotamiento físico y emocional, para atender a un inmenso número de enfermos del Covid-19 son considerados, allí, héroes, verdaderos, por la labor vital que desempeñan.
En Bolivia, donde estamos en pleno ascenso de la progresión de los contagios, una doctora tuvo que recurrir a la fuerza pública para poder acceder a su domicilio, en un edificio del centro de la ciudad de Cochabamba.
“Ellos (sus vecinos que habitan el mismo edificio) piensan que se van a contagiar, me están acusando y haciendo falsas aseveraciones (...). La gente continúa reuniéndose aquí, continúa tramando para botarme”, decía la médica, llorosa y compungida, delante de la cámara de un equipo periodístico de televisión, en plena calle.
La galena volvía de su trabajo en un nosocomio y requirió la escolta de efectivos policiales y militares para ingresar al edificio donde habita con su familia.
Es difícil dudar de la médica que, en su aflicción e impotencia, denunciaba del hostigamiento de algunos de sus vecinos y, especialmente, de la administradora del edificio donde vive. Difícil concebir que esa mujer que ha estudiado una de las carreras universitarias más largas y exigentes, y que en las graves circunstancias que atraviesa el planeta entero, desempeña una labor tan arriesgada como vital para todos, necesite protección para ingresar en su vivienda por la amenaza de personas que viven en su entorno.
Y es más difícil aún tratar de encontrar una explicación razonable de las motivaciones de esa hostilidad. Tanto más difícil, cuanto la información acerca de la pandemia y de los riesgos de contagio es de conocimiento general. Conocimiento accesible a todos –más aún a los citadinos– y que es suficiente para disipar cualquier temor irracional acerca de las posibilidades de infectarse.
Sin embargo, la ignorancia parece ser la única explicación probable –la perversidad próxima al desorden mental sería otra– para esa actitud ominosa contra el personal de salud. Una actitud que, infelizmente, se da también en otras circunstancias, como lo constata un abogado que conoce dos casos similares.
La denuncia ante una instancia judicial es la reacción formal a la que puede recurrir la doctora víctima de esa hostilidad.
Y el repudio colectivo, manifestado en las redes sociales y los medios convencionales por un gran número de personas, es una señal esperanzadora de que en estos tiempos de pandemia –cuando la ignorancia y la incertidumbre pueden propiciar conductas ruines e innobles– la solidaridad y el humanismo se imponen sobre los bajos instintos.