La necesidad de pensar y actuar racionalmente
En las últimas semanas y como consecuencia de la pandemia del coronavirus se han suscitado varios debates acerca del origen de esta epidemia y sobre las posibles consecuencias negativas de la modernidad. Esta crítica se extiende desde la destrucción del medio ambiente hasta la posibilidad de que las grandes potencias hayan inventado esta u otras pandemias de las últimas décadas.
Lo principal de esta polémica puede ser condensado en pocas palabras. No podemos retornar al mundo prerracional y preindustrial, pero sí podemos intentar una simbiosis entre los elementos positivos de lo premoderno y de la modernidad. Podemos, por ejemplo, tratar de no destruir ni desvirtuar nuestras tradiciones razonables, y combinarlas con lo rescatable de la modernidad. Estos esfuerzos sincretistas no son ni tan raros ni condenados a priori al fracaso: en gran parte, la historia universal está construida por ellos. Cada progreso conlleva la eliminación de algo que ha sido positivo: es conveniente tener consciencia y dejar constancia de ello. El dolor y el duelo por estas pérdidas sirven para relativizar el progreso material, no siempre tan razonable: lo irracional sería aceptar todo progreso por el mero hecho de serlo.
Cada paso en la evolución de las especies en general, y de la humana en particular, sirve al objetivo de optimizar las oportunidades de supervivencia del organismo y, sólo secundariamente, de brindarle informaciones objetivas sobre su entorno. La evolución humana es una entre muchos otros procesos similares. Su duración excepcionalmente breve en el gran libro de la historia natural no nos permite la aseveración de que con ella se alcanza la culminación del despliegue del universo. Y justamente esa duración tan corta de la especie humana no le da ningún derecho para destruir los ecosistemas en un lapso temporal reducidísimo ni para conseguir ventajas materiales en el fondo mezquinas, tal como gozar de más juguetes técnicos y consumo ostentoso por espacio de pocas décadas, ventajas que resultan ridículas y autodestructivas desde la perspectiva de largo aliento de la naturaleza.
Por otro lado, nuestro cerebro, que se halla aún en pleno desarrollo, contiene porciones muy antiguas, las que retienen emociones y son probablemente responsables por reacciones irracionales. Requerimos de instancias, como la sabiduría de los mayores y la producción más avanzada de la ciencia contemporánea, que refrenen esos designios irracionales (lo típico de variadas corrientes políticas del presente) y nos inspiren algo de modestia con respecto a la Tierra y al cosmos y, al mismo tiempo, de respeto por los derechos humanos y los derechos de terceros, algo que aún es escaso en la sociedad boliviana.
Hoy en día es imprescindible un cuestionamiento radical del mito postmoderno por excelencia: la razón predominante es aquella de la conformidad con lo que existe en un momento dado. El impulso crítico no nos puede brindar con seguridad respuestas correctas a todas nuestras preguntas, pero, al inducirnos a la reflexión, nos abre posibilidades de conocimiento y asombro, de las cuales no nos habíamos percatado a causa de nuestros hábitos. Al ensanchar nuestras perspectivas, el impulso crítico relativiza la arrogante certidumbre de la racionalidad instrumental hoy prevaleciente, nos libera de falsas firmezas y de la tiranía de lo acostumbrado, y nos conduce así a nuevas formas de nuestra propia dignidad.
El autor es filósofo
Columnas de H. C. F. MANSILLA