“Gastos absurdos”
Para describir el contexto político boliviano es casi imposible no remitirse a una de esas historias de fábula que han enriquecido con lugares extraños, personajes estremecedores y paisajes fantásticos, la mitificación de América Latina.
Pensé en Macondo, no obstante que estamos lejos de asemejarnos a la magia de sus habitantes, tal vez porque nos falta la alegría de vivir tan natural de los colombianos, pueblo signado por violencias extremas, pero que, al mismo tiempo, en lo ocurrente y colorido de su jerga, en su música o en su aguardiente se aprecia una cadencia muy difícil de igualar.
Rememoré a Comala y la sentí más familiar, solamente que carecemos de un Rulfo capaz de reverdecer la desgracia y la tristeza, y convertirla en brisa.
Vinieron a mi cabeza los relatos de Jorge Amado, aquel que cual niño juguetón y curioso, arranca con un solo gesto de su pluma, una hermosura tan sutil como contundente hasta del terrateniente más negrero, generando una sensación de dulce ilusión en la humanidad, tan necesitada estos días.
También, me transporté al San Garabato del magistral Rius, y nos leí en las corruptelas y despotismos de Don Perpetuo, en las lambisconerías a los poderosos del burócrata Gedeón Prieto, en las mezquindades del policía Lechuzo, en las cartucherías de doña Eme o en la alcohólica sumisión de Chon. Pero como a los bolivianos nos cuesta reírnos de nosotros mismos, es muy probable que si existiera una versión boliviana de Rius estuviera proscrito en una cárcel de censura y silencio, seguramente en Oruro.
Por último, recordé El bien amado, telenovela brasileña de Alfredo Días Gomes, con la banda sonora compuesta por Vinícius de Moraes y Toquinho, y parte de una saga que ya no se halla, cuando todavía estos productos audiovisuales eran arte y servían para algo más que entretener.
En la novela, la autoridad de un poblado ficticio denominado Sucupira, construyó la obra “cumbre” de un cementerio que quería inaugurar con pomposa parafernalia. Y como nadie se moría, a nombre del “bien común”, de la “emergencia pública” o cuanto palabrerío vacío suele adornar las bocas de demagogos y politiqueros, don Odorico Paraguazú (que así se llamaba el alcalde en cuestión) decidió hacerse cargo del problema, contratando un asesino para que acabara con algún desdichado que tendría el privilegio de estrenar su magno cementerio.
¿Cuánto hay de Odorico Paraguazú en la gestión pública en Bolivia? ¿En esa gestión en la que los alcaldes entran y salen de cárceles, “renuncian” y al poco tiempo se desdicen? ¿En Gobiernos que, uno tras otro, despilfarran en carísimos espacios publicitarios demagógicos, y donde las autoridades se acostumbran a las payasadas de declaraciones inverosímiles, al llunkerío colectivo de las guirnaldas y los paseos en aviones de lujo? ¿Esa administración pública que prioriza la utilización de los recursos públicos en fortalecer los aparatos represivos (para qué será, ¿no?), mientras se considera la inversión pública en cultura como un “gasto absurdo”?
Señores/as del Gobierno, así con chuwis, les comento: En estas breves líneas enumeré algunas de las variadas formas que existen de “gastos absurdos”: Literatura, comic, artes audiovisuales, música. Noten que fungen como un espejo en el que nos descubrimos en nuestras bondades y miserias, un reflejo que a veces es más certero que la ciencia social. Ubiquen que el arte no sólo conlleva esa urgente necesidad de mirarnos y escudriñarnos, sino que, además, principalmente, cautiva, aligera las cargas, otorga belleza hasta a lo que parecía imposible (y ahí de buen ejemplo están los políticos latinoamericanos), al punto de sembrar esperanza y alegría.
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA