Un mundo sin fin
“El hospital volvía a estar atestado. La peste que durante el primer trimestre de 1349 parecía haber empezado a remitir, había regresado en abril con una virulencia intensificada (…) El ácido que derramaba la muerte había empezado a corroer hasta el más fuerte de los lazos familiares”. Cualquier parecido con la precariedad de nuestro sistema de salud, y con las corresponsabilidades sociales cuando se abre la cuarentena, puestos en evidencia con la pandemia de Covid-19 siete siglos más tarde del relato que introduce este artículo, no es mera coincidencia.
Elegido al azar, en estos días de confinamiento, me encontré con escritos de Ken Follett, escritor galés, que en su obra Un mundo sin fin, relata magistralmente la vida cotidiana de la Inglaterra feudal de los años 1300, afectados por la peste negra. El libro pinta como un espejo premonitorio varios de los escenarios que estamos viviendo en nuestros días.
“Ha tosido sangre –le dijo– Y no puedo saciarle la sed… Sudaba a mares y sangraba por la nariz (…) Merthin estaba aterrado. Mark viajaba a menudo a Melcombe, donde hablaba con marineros procedentes de Burdeos, que estaba asolada por la peste…”. Dos elementos coincidentes con nuestros tiempos. Nos enfrentamos a un virus desconocido, y es un mal importado que cuando se instala migrante en otros puntos de la geografía, se propaga masivamente en formas de contagio local y comunitario.
Pero hay más, muchas más coincidencias. “La primera reacción de Merthin fue salir corriendo para decirle a todo el mundo que corría peligro de muerte, pero cerró la boca con fuerza. Nadie hacía caso a un hombre presa del pánico”. ¿Cómo comunicar con credibilidad en tiempos de peste y/o de pandemia? Merthin no lo sabía y apretó los labios. En nuestros días se opta por publicidad que confunde, sensacionalismo que banaliza y fake news que denigran. Hace siete siglos apretaron los labios, en nuestros días se pretendió hacerlo con un decreto mordaza que habría terminado de consagrar la otra pandemia: (des)informativa.
“Era la moria grande. La peste había llegado a Kingsbridge. No, no podemos curarla, pero hay gente que cree que puedes eludirla –¿Cómo? –Parece que se transmite de una persona a otra (…) La proximidad es el factor clave…”. Siete siglos después, de la misma manera, como los recursos médicos y desarrollo de la ciencia no tienen la respuesta definitiva a este nuevo coronavirus, una manera elegida para contener los contagios sigue siendo el distanciamiento social que evita el contacto, ni más ni menos.
Y por si no fuera suficiente, hace siete siglos se recomendaba: “Deberíamos anular el mercado –dijo– de este modo se salvarían algunas vidas– ¡Anular el mercado! -exclamó con desdén–, ¿Y cómo lo hacemos? –¡Cerrad las puertas de la ciudad y el puente –Impedid que entren otros forasteros! –Pero ya hay gente enferma en la ciudad –. Cerrad todas las tabernas. Anulad las reuniones de todas las cofradías gremiales. Prohibid la asistencia de invitados a las bodas”. No sé ustedes, pero a mí me suena a reflexiones y recomendaciones de nuestros días de cuarentena, cuando el contagio se agrava y pone en cuestionamientos si es primero la salud o la economía. Hoy por hoy, a este esquema en el que parecieran estar interviniendo los mismos actores, le llamamos encapsulamiento.
Y siguen las coincidencias, esta vez, hasta en el nombre: “En Florencia nos aconsejaban que nos quedáramos en casa todo el tiempo posible, y evitáramos las reuniones sociales (…) Algunos encierros duraban 30 o 40 días, los llamaban treintenas o cuarentenas…”. ¡Tal cual!
“¿Y qué hacían las monjas y los médicos, la gente que tiene que estar en contacto con los enfermos y tocarlos? –Se ponían unas máscaras de hilo que les tapaban la boca y la nariz para evitar respirar el mismo aire (y) se lavaban las manos con vinagre cada vez que tocaban a un paciente”. ¿Qué ha cambiado siete siglos más tarde?, ¿acaso que nos lavamos las manos con jabón y no con vinagre y usamos alcohol en gel? La clave sigue siendo el barbijo.
Han pasado siete siglos y la historia se repite. Somos sociedades abigarradas –lo decía René Zabaleta Mercado– que combinamos historias del siglo XIV con otras del siglo XXI. El desborde en las calles y las deplorables condiciones de salud y bioseguridad siguen siendo las causas para el incremento de contagios y de muertes. Y entretanto no llega la vacuna, la medicina efectiva seguirá siendo la solidaridad. Vivimos en un mundo sin fin.
El autor es sociólogo, comunicólogo y exsecretario general de la Comunidad Andina de Naciones
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