El triste trasfondo del destino de un zorro
El episodio del zorro “llamado” Antonio no sólo se trata del destino y la vida de un ser vivo que, como cualquiera de nosotros, tendría el derecho de existir en libertad. Denota algo mucho más terrible y profundo, cual si no fuera suficiente una sola vida amputada y truncada para siempre. El que ese zorro se topara con el ser humano se vincula a varios hechos que infestan virulentamente este país.
El más evidente es el escandaloso avasallamiento del hábitat de otros seres vivos que llevan la mala fortuna de ser nuestros coterráneos. En ello, los más vulnerados son los bosques, las selvas, las montañas, los mares, las áreas naturales y protegidas y, por ende, los animales silvestres. Lo pavoroso es que, después de las lecciones que trae la violenta historia del Homo sapiens, siga vigente en la conciencia colectiva boliviana ese paradigma avasallador “civilizador”, el mismo que justificó el exterminio y esclavitud de otros pueblos, el mismo que llena de cemento hasta el occipucio, el mismo que sacrifica selvas y bosques por petróleo, minerales o soya transgénica. Ese paradigma está devastando el entorno natural silvestre, lo acorrala, asfixia y mutila cada vez más.
El mencionado patrón también marca nuestra relación con los otros seres vivos y, particularmente, con los animales. De raíz religiosa (bastante abrahámica), se nos metió en la cabeza la pedante idea de que el ser humano es la quinta esencia de la “creación”, la especie que sería la “imagen y semejanza” de un ser supremo autoritario y –¡oh! casualidad– convenientemente antropocéntrico.
Con ese “divino derecho” apenas les atribuimos a otros seres el carácter de “bestias”, sin consciencia, sin libre albedrío, sin inteligencia, sin voluntad y, hasta hace poco, se continuaba discutiendo si los animales ostentan o no sentimientos. Ese es el trasfondo de la medieval costumbre de apreciar el confinamiento/prisión/sufrimiento de seres vivos como “diversión” (zoológicos). Ese es el trasfondo de arrimarse al paternalismo al estilo fantasías de Disney para despojar a un zorro de su singularidad de zorro y transformarlo en un perro de peluche.
Uniendo todo bajo aquel raciocinio, qué fácil está siendo en Bolivia el avasallar de su lugar a las “bestias” vociferando al mentado “progreso”, el inmolarlas en ridículas supersticiones, el encerrarlas entre barrotes.
Lo que le ocurre al zorro –que los humanos bautizamos como Antonio– representa todo eso en un ser, más todavía cuando se afirma que de cachorro fue “rescatado” ante el asesinato de sus padres. El zorro ilustra la triste situación descrita, al igual que la osa hormiguera Valentina, el jucumari que quedó ciego por el sadismo “comunitario”, el pacífico perezoso apaleado, las parabas apiñadas en mercados de la muerte y tantos otros. Son animales que ven arrasado su territorio y violentada su existencia por nosotros y nuestro iluso paradigma ignorante y egoísta.
Lo que no termina de entender el soberbio ser humano, es que esa lógica también le afecta a él y a su especie. Y no me remito a un oscuro pasado colmado de genocidio a nombre la “raza”, “civilización” o “desarrollo”, sino a hoy, al presente. Ayer se inundó una parte de Santa Cruz. “Justo”, “casualmente”, es una zona que se deforestó para lotear. Con regularidad que asusta, vino aconteciendo algo similar en Tiquipaya, pero aun así no aprendemos. ¿Se espera una catástrofe de magnitud incontrolable para por fin ubicar? ¿Una catástrofe directamente ligada a nuestro patrón tóxico de relacionamiento con la naturaleza?
Pues esa catástrofe ya está aquí y se llama pandemia.
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA