¿Qué somos ante la muerte?
¿Cenizas?, ¿un peligro?, ¿qué somos? En estas últimas dos semanas escribí varias notas sobre las personas fallecidas por coronavirus o con sospecha. Pero ahora la muerte adquirió un nuevo sentido para mí y quizá para todos los que perdieron a un ser amado por esta enfermedad.
Nunca tuve un temor a la muerte y no fue un tema tabú para mí. Asistí a velorios para acompañar a personas que quiero y perdieron a alguien y también lloré por la muerte de algún familiar, pero hoy eso no se puede hacer.
Quien muere de coronavirus no lo hace como los demás. No tiene a sus seres queridos alrededor, ellos no pueden elegir su mejor atuendo para el velorio. La familia no puede abrazar al cuerpo sin vida para despedirse. Sólo lo ven dentro de una bolsa plástica y en un ataúd plastificado.
Los amigos no pueden llorar su partida junto al cuerpo inerte, no pueden llevarle un sacerdote para misa. Morir por coronavirus, es morir solo.
Y todo esto lo reflexioné en tres momentos de mi cobertura periodística de la semana pasada. La primera fue en mi visita al Cementerio General. En menos de 45 minutos llegaron seis personas fallecidas por causas diferentes a la Covid-19, sólo pudieron ser enterrados por seis familiares, y corriendo.
Pero cuando estaba por salir, entró un vehículo negro con una velocidad relativamente alta. Detrás estaban dos trabajadores de esa funeraria totalmente cubiertos con trajes de bioseguridad. Con mucha rapidez sacaron el ataúd completamente plastificado y lo trasladaron hasta el crematorio. No demoraron más de 10 minutos.
Una tercera persona corría junto a los dos de la funeraria y los bañaba en desinfectante. Cerraron el horno y se encendió el gas. No es lo usual de un entierro. Ni un solo familiar estaba cerca, ni una corona de flores acompañaba al cadáver que en ese momento representaba un riesgo para las vidas de los trabajadores de la funeraria y el cementerio.
Todo era silencio en el campo santo. Fuera del crematorio estaban las cenizas de otro cuerpo. Alguien que días atrás estuvo con vida y ya no era nada más que cenizas. Espero que se comprenda lo chocante que puede ser ver a lo que se puede reducir una persona.
Otro momento de impacto ocurrió al día siguiente. Una de mis fuentes me comentó que el Cementerio apuró la excavación de la segunda fosa, porque ya estaban en camino más cuerpos. La sugerencia de esta fuente era evitar estar en el momento del depósito del cadáver, pues resultaba ser de alto peligro.
Y así lo hice, tomé una distancia más que prudente y junto a un colega esperamos. No pasó mucho tiempo y llegó el vehículo con el cuerpo. La fosa ya estaba lista. El cadáver estaba en una bolsa negra y lo arrojaron al fondo. Lo cubrieron con cal y luego tierra. El procedimiento no duró más de 15 minutos.
No podía cerrar la boca de admiración. ¿En eso nos convertimos, en un desperdicio? No quiero herir la memoria de nadie, pero parecía que estaban arrojando una bolsa de basura. Me sentí una bolsa de basura en ese instante.
No culpo a ningún trabajador, quizá hubiera hecho lo mismo; deshacerme del objeto de riesgo lo más rápido posible. Pero fue increíble.
El tercer acontecimiento ocurrió el lunes. Había quedado impactada por la cantidad de personas que fallecieron en domicilios y no en hospitales y continué indagando. No tardé en escuchar el clamor de una hija que pedía una ambulancia. Ella sabía que su papá ya no estaba con vida y que no se podía hacer nada, sólo quería que se retire el cuerpo como corresponde.
Me cuesta encontrar las palabras para describir la sensación de ese clamor. Yo tengo a mi padre vivo y sano, gracias a Dios, y como muchas mujeres tengo ese lazo especial con él. No pude evitar sentir el dolor de esa muchacha y su desesperación.
A veces, como periodistas, enfrentamos estas historias como parte del trabajo y debemos contarlas como una noticia. Eso no significa que nos dejen reflexionando y alguna vez incluso con el alma en las manos.
Ahora, yo me pregunto ¿Qué somos ante la muerte?
La autora es periodista
Columnas de LORENA AMURRIO MONTES