Besos de amor con barbijo
¿Cómo es posible que se hubieran inventado los besos de amor con barbijo? Los he visto y sentido a la distancia de media nariz, no sin dolor. ¿Qué mundo es éste, ya ni ancho, ya ni ajeno? ¿De quién es, si entierro y crematorio se han vuelto palabras amables, como panadería, como dormir?, ¿si el aislamiento y la “distancia social” han llegado a ser de lo más normales, lo mismo que evitar tocarse, que caminar en pareja o sonreír?
Ahora que somos todos japoneses y dejamos los zapatos en la puerta como si fuéramos gente tradicionalmente consciente; ahora que nos adaptamos a la nueva realidad como borregos, pero por siglos completos –y ahora último también– hemos demostrado cuánta satisfacción personal trae burlarse de la ley o, con viveza criolla, hacerla para beneficio propio. Ahora que estamos con la soga al cuello por falta de empleo, de salud y de educación, pero durante décadas no hemos tenido el coraje de exigir fuerte y claro una economía formal, un sistema sanitario digno, estudios de calidad para nuestros niños y jóvenes. Ahora, ¿no será demasiado tarde?
Llevamos 100 días de una soledad que nos ridiculiza (todavía más), pero que valen la pena, aunque sea para detenernos a pensar. Hace tanto que la Tierra gira sobre su eje y sus habitantes no ven más allá de sus narices… ¡Si la velocidad de Internet era su principal preocupación antes de que la muerte llamara, como el cartero, dos veces!
Mientras el “adiós, mundo cruel” se produce según el capricho de reportes oficiales de infectados –personas, o cenizas de personas que ya ni eso son porque las han rebajado a números o a casos–, la ciudad de los perros funciona de día y cae rendida y sola en la noche. Los fines de semana, en las calles vacías únicamente cabe la desolación de coches mortuorios –casi sin deudos y profanada por el ulular impertinente de las ambulancias. Son los enfermos que deambulan seis horas para encontrar una cama en hospitales colapsados, y se mueren. En otros tiempos, los suplicios se acababan con la muerte; ahora, no tenemos ni dónde ir a caernos muertos. Y si nos morimos en pandemia o por ella, probablemente seamos incinerados dentro de un cajón que parece de manzanas.
Tarde o temprano, este planeta de los simios reconvertidos en miserables iba a vengarse de sus peores enemigos. ¿O qué mundo de calvarios impensados es este? ¿Y dónde han quedado nuestros más triviales problemas, esos que nos pintaban de cuerpo entero? Por ejemplo, ¿cuándo fue que desaparecieron las visitas que antes nos ponían en apuros por sus fantasmales apariciones y hoy las extrañamos sólo porque nada nos viene bien? Cuando vuelvan, volveremos a odiarlas.
¿Qué mundo de absurdos es este? Entregada amatoriamente a la tecnología, la gente en cualquier momento comenzará a procrear por Zoom. Y algo habrá que hacer con el WhatsApp, porque el Zoom se acaba en 40 minutos y el sexting, en cuarentena...
Loco mundo, mundo al revés. Farmacias sin aspirinas, sin vitaminas, sin minerales, pero con dióxido de sodio, con ivermectina, con hidroxicloroquina. Mundo descompuesto. Hoy puedes estar en perfecto estado asintomático de salud, pero mañana no reconocer sabores y de un rato para otro no poder respirar salvo por una máquina que no hay. Mundo insospechado. Ni siquiera sabes cómo ni de quién te has contagiado. Y la angustia de tu familia, y la de tus amigos, todos con los signos del contacto primario y secundario, todos aturdidos por la aflicción, todos sumidos en la maldita incertidumbre.
Algo tiene que haber salido mal. Cuánto desastre pudimos haber causado para merecer semejante castigo. Bueno, algunos dicen que no es para tanto. Lo cierto es que ni siquiera una pandemia mortal que asoma cada día como dinosaurio por la ventana mientras estamos despiertos (ojalá fuera una pesadilla), nada, va a hacernos mejores.
Para una exacta descripción de esta época de rasgos dalinianos en las enciclopedias (obvio, virtuales), este 2020 no debería pasar a la historia por el ordinario ensañamiento de la Covid con nosotros, sino por la “nueva normalidad”, por nuestra inesperada capacidad de no sentirnos, por el año que se inventaron los besos de amor con barbijo.
El autor es periodista y escritor
Columnas de ÓSCAR DIAZ ARNAU