Corona blues
Suelo tener un buen ánimo cuando escribo mi columna, pero hoy confieso que lo que nos está pasando me tiene afligido. La pandemia, por supuesto, no es inspiradora. No encuentro un tema motivante para escribir, ni siquiera una posición cómoda para sentarme frente a la computadora.
En marzo, en los primeros días de la cuarentena rígida, agobiados por los quehaceres domésticos, preocupados por el aburrimiento que el encierro le provocaba a nuestra niña pequeña, decidimos con mi esposa –además, embarazada– cargar la vagoneta de maletas y juguetes, dejar nuestro departamento e irnos a casa de mi suegra que, para adelantarme a esos bromistas agudos con pólvora en la lengua, no tiene el aspecto ni la insolencia de doña Tremebunda, sino todo lo contrario.
Pasamos allí casi dos meses. Yo trabajaba en la computadora y leía las habituales noticias funestas –el Gobierno transitorio compró respiradores con un sobreprecio millonario; el Alcalde volvió a ser aprehendido, esta vez en el día de la madre– mientras mi niña, al buen estilo finlandés, aprendía sobre la vida jugando con barro y corriendo entre los árboles detrás de la hija de la empleada, su primera gran amiga, que le enseñó, entre muchas otras cosas, que el cielo es azul, el pasto es verde y la luna es “amarillo”. Decidimos irnos por delicadeza, y porque la pandilla internacional de la avenida Costanera ya operaba desde entonces, y los vecinos de la zona estaban tan preocupados como predispuestos al linchamiento.
Sin tener aún el coraje para regresar a nuestro departamento, nos trasladamos a la casa de mis papás. Volví a jugar fútbol con mi papá y mi hermano en el mismo jardín donde hace casi 30 años mi papá se dislocó el hombro por volar como Carlos Trucco, mi ídolo de entonces. También en esa época nació mi segunda hija, y en el mismo pasillo del hospital, a dos puertas de distancia, la abuelita de mi esposa se apagaba sin que su familia pudiera mimarla como deseaba, restringida por los protocolos estrictos de este contexto de terror.
Ahora sí volvimos al departamento y la cuarentena continúa, con contradicciones, sin una estrategia convincente ni un control eficiente. Cuando escribía esto, los cohetes de San Juan reventaban por todas partes y había un fuerte olor a humo. Con gente así, en este siglo tampoco ganaremos una guerra.
Pero la crisis de liderazgo es mundial. Un presidente nos sugirió inyectarnos hidrogeles; otro dijo que el coronavirus es un invento concebido con el fin de ponernos, junto con la vacuna, un chip para poder controlarnos; y hubo alguno que habló de un castigo divino por la práctica de abortos. En Bolivia, la Presidenta transitoria/candidata, influenciada por un susurro malicioso, transfirió la responsabilidad a las gobernaciones y alcaldías, cosa terrible para Cochabamba, que está conducida por un hombrecillo triste que se pasa la vida en el barro. Dan ganas de esconderse bajo la cama, o entregarse a esos santeros que matan gallinas para curar los nervios.
Me irrita el tono apocalíptico de los histéricos, pero también esos rostros de sonrisa empalagosa y optimismo excesivo que se dedican a la pastelería o a su opuesto dietético, el body building. También es cierto que cada quien hace lo que puede. En fin, razones sobran para pensar que estamos solos en esto, debemos ser muy disciplinados en la higiene y el distanciamiento, y aun así cruzar los dedos. Pero cuando esto haya terminado y todo haya cambiado, esperemos que sigan igual esas pequeñas cosas que nos proporcionan un bienestar razonable. Hasta entonces, cuidémonos.
El autor es arquitecto, Twitter: @lema_andrade
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