La familia como base del desarrollo
La coherencia entre lo que se dice en público y se hace en privado es uno de los rasgos característicos de la integridad y quienes así actúan pueden preciarse, y con razón, del valor de su palabra. Ese sentido del deber y del respeto hacia sí mismo no nace espontáneamente, tampoco depende de la madurez cronológica o del nivel de sensibilidad y emotividad adquiridos, como parecen creerlo los postmodernistas contemporáneos. Su origen parece mucho más simple y tiene relación directa con el tipo de formación que se recibe en el hogar. Parafraseando un antiguo refrán: la cuna efectivamente se mama.
Dado que el aprendizaje se logra a través de la imitación, lo que un niño –en masculino y abarcando ambos sexos– observa en su entorno al crecer influye más en su formación y en la manera en que entenderá el mundo, que lo que escucha. El grupo de referencia más importante durante la niñez es la familia y los adultos ya formados por ésta replicarán los valores y principios aprendidos, o la falta de éstos.
Es indiscutible también que ningún sistema de convivencia es perfecto, como lo comprueba la gran cantidad de abusos que se cometen en el seno familiar. No obstante, en la medida en que el núcleo familiar se mantenga fuerte, mayor es la probabilidad de que también lo sean los individuos formados por éste.
La discusión sobre el rol e importancia del núcleo familiar tradicional es uno de los frentes más importantes de la guerra cultural que se libra actualmente entre visiones contrapuestas de la sociedad; por un lado están quienes reconocen y defienden su importancia, y por otro, aquéllos autodenominados progresistas, para quienes ese concepto sería una construcción social sin mayor relevancia. El resultado de esta pugna será determinante en la definición del tipo de sociedad futura ¿se formarán las nuevas generaciones con mentalidad de víctimas, tal como reivindica el progresismo estadounidense, a las que solo un Estado fuerte puede proteger?, ¿o como ciudadanos fuertes e independientes, arquitectos de su propio destino? Solo el tiempo lo dirá.
Para quién considere lo anterior como un concepto anacrónico o simplista, le baste con estudiar el destino de civilizaciones enteras a través del tiempo; la gran mayoría de éstas no desapareció por amenazas externas, sino como consecuencia de niveles insostenibles de descomposición interna, que terminaron finalmente con su destrucción y asimilación por parte de potencias más cohesionadas. Las sociedades, entonces no mueren por asesinato, sino por suicidio, así lo muestra la historia a quién esté interesado en sus lecciones.
Por tanto, y volviendo al presente, no es casualidad que las sociedades que más éxito han demostrado en términos de desarrollo económico, científico y social hubieran estado conformadas por generaciones enteras de individuos criados bajo un fuerte sentido del deber hacia su Dios, hacia sí mismos, su familia y sus pares.
Las historias de Alemania y Japón luego de la Segunda Guerra Mundial debieran servir como base para una discusión de fondo sobre los paradigmas que sustentan el modelo educativo y de desarrollo nacionales. Ambos países quedaron devastados, con su población diezmada, sus economías colapsadas y, sin embargo, menos de dos generaciones después, se encontraban nuevamente en la lista de potencias mundiales. ¿Por qué? Las causas son muchas, por cierto, pero entre las más importantes están la capacidad de sacrificio y la fuerte ética de trabajo de su población, inculcada ésta última desde el hogar durante generaciones, llegando a convertirse en parte de su idiosincrasia y cultura.
¿Habría alguno de esos países alcanzado ese tremendo logro si se hubiera generalizado entre ellos la cultura del victimismo o del asistencialismo estatal, tan en boga actualmente? La respuesta debiera ser obvia.
¿Por qué la mención a todo esto? Pues porque en momentos de transición como el actual, es importante reflexionar no solamente acerca del tipo de país que se pretende consolidar política o económicamente, sino principalmente acerca del tipo de ciudadanos que se pretende formar. La riqueza nacional se construye a través del esfuerzo y trabajo constante de generaciones enteras, no existen atajos para el desarrollo, por más que así lo repitan los demagogos de turno.
Ese desarrollo no es fácil y requiere de un esfuerzo individual muy importante. Es ahí donde debe radicar el enfoque, en el cambio personal, que luego, con el ejemplo, se amplía al ámbito familiar y eventualmente llega a impactar a la sociedad en su conjunto.
El autor es administrador de empresas y magíster en administración de negocios
Columnas de DANIEL SORIANO CORTÉS