La vocinglería de los necios
El país ideal, en todos los sentidos, sería ese en que el ciudadano ni sepa (ni le interese mucho), quién es el presidente. Que éste no sea más que un buen servidor público –y punto. Y nada, nada más.
Pedir algo así, por supuesto, es la más descabellada de las utopías. Sin embargo, algún momento leí que una casi versión de ello se daba en Canadá, hace unos años. Que no se los sentía a los políticos. Las cosas funcionaban aceptablemente y todos tenían otra cosa que hacer. La gente vivía su vida y podía olvidarse de la política.
En los parajes disfrazados de utopías-ya-cumplidas, en cambio, pasa al revés: se sabe demasiado bien, y hasta el hartazgo, y te lo recuerdan a cada rato, quién es el que tiene la brida, y cuán firme la tiene.
“Te secuestran tu vida privada”, me contó una cubana que conocí aquí mismo. Y me contó, también, que entre las cosas que más detestaba de su pasado estaban las miles de miles de horas que se pasó a la fuerza en desfiles y horas cívicas e interminables discursos ‘revolucionarios’. Desde colegiala hasta adulta. Todo el tiempo con cualquier pretexto, eternamente. Todos en fila y vigilados. Lo peor que te podía pasar, me contó, era estar horas al sol, en la Plaza de la Revolución, y que “Fidel” sufra otro ataque de delirio discurseante, sin parar. Estar horas de pie, escuchando eternamente lo mismo, era una tortura.
Los horribles países ocupados por sus propios tiranos y en los que nadie puede dar dos pasos sin toparse con una gigantografía del Gran Líder. Corea del Norte, Cuba, Venezuela... Siempre recuerdo a un venezolano que, cuando el funesto Hugo Chávez aún vivía y el desastre iba en camino, se había auto exilado de Venezuela, decía, porque ya no soportaba más la estupidez. No se podía vivir teniendo a Chávez y sus cómplices emitiendo idioteces todo el día, todos los días, en todos los medios, hasta en la sopa.
En Bolivia, también, Evo el Fraudulento trató de remedar esa salvaje invasión del espacio público y el privado. No en vano el suyo es el gobierno que más dilapidó, en toda la historia, en esa permanente y ubicua campaña propagandística y falsaria. Fueron 14 años de mentiras repetidas sin parar, en todas partes, con todos los pósteres; ¡Evo disfrazado de esto o de lo otro, discursos de Evo, opiniones de Evo, bailes de Evo, vuelos de Evo, inauguraciones de Evo… partidos de fútbol de Evo!
Y a eso habría que añadir, todavía, las apariciones de Álvaro García, que no contento con su reconocido papel de Primer Mitómano, hasta entraba a las escuelas a forzar a los niños a escucharlo.
Lo malo es que, de tanto repetir esos trillados sonsonetes, no faltaron muchos simples que se los creyeron.
Cuando los ciudadanos comunes paralizamos el país con las barricadas y echamos a Evo, no fue solamente por el fraude, los incendios de la Chiquitanía, la estupidez y corrupción campantes y tronantes. Fue también porque estábamos hartos de tenerlo hasta en la sopa.
No es que ahora la política vaya a tornarse más discreta y deje de arruinar a todos con el peso de sus desastres. Nunca dejará de hacerlo ni de ocupar la primera plana. Pero será un alivio indecible, por lo menos, no volver a ver al Fraudulento jugando al fútbol.
El autor es escritor
Columnas de JUAN CRISTÓBAL MAC LEAN E.