Piezas de un “Cuarentenario”
Muertes asintomáticas
Así como hay portadores a-sintomáticos, es decir aquellos infectados, contagiados por el virus y que ni se dan cuenta, ni se enteran, muy bien puede que haya, se rumorea, también muertos-asintomáticos. Es decir, aquellos que ya están muertos y ni se enteran y además ni se les nota. Mi vecina, por ejemplo, dice que vio pasar a uno esta mañana.
Siendo así, empiezo a desconfiar de la existencia efectiva de algunos prójimos. Hay una señora, por ejemplo, que siempre que paso por su acera está regando su jardín. Cuando pasé ayer, hacia las 6 de la tarde, al surtidor de gotas que salía de su manguera le daba el último sol y las gotas brillantes parecían envolverla. Yo creo que, en realidad, ella ya partió al otro mundo, si lo hubiera. Pero como ella, típica asintomática, no se da cuenta, tampoco habría de ser yo quien le insinúe su condición de fantasma, así que Buenos días doña Teresa, le digo al pasar y ella me responde, como si todo fuera normal, Cómo le va, Juan.
Para colmo, si de los cinco sentidos que tenemos, el del tacto es el único que garantiza y prueba la realidad, el único que no comete alucinaciones y, justamente, es ese el que se nos disuade de emplear y de ejercer. No tocarás a tu prójimo, se nos aconseja. No cabe extrañarse, pues, de que ahora los fantasmas corran sueltos y a sus anchas. Justo cuando lo de tocar-para-creer ha dejado de tener curso.
Evidentemente, ya nada es lo que parece.
Uno mismo, por ejemplo, quizá ya no está en este mundo y ni se entera. Y, sin embargo, en cuarentena, todo parece igual, día a día…
Agua
Estos días, en que todos tienen tanto tiempo… En el momento de la compra coincidí ayer, por ejemplo, con don M., un señor del barrio. Los ojos le brillaban como nunca. Que había llegado, me comunicó, “casi a la perfección” en el “arte de hervir el agua”.
—¿Cómo lo logró? le pregunté.
—Fácil, me dijo. Primero hay que preparar el agua. Para eso, hay que ser muy exactos. Y bajando la voz, añadió: —Por cada medida de hidrógeno, se le añaden dos de oxígeno.
Me quedé estupefacto. ¿Y dónde consiguió la receta? Le pregunté.
—Leyendo a Demócrito y su teoría de los átomos, me aseguró.
—Y una vez que ha obtenido el agua ¿cómo procede?
—Ah, luego es cosa de fuego y de tiempo.
—Pero eso ya es Heráclito! le reclamé.
—¡No, las suyas son otras aguas! Contestó airado y se fue de golpe. Me dejó seco.
Ya ven, estos días silenciosos, se escucha cualquier cosa.
Lugar
Hoy todo está cerrado a cal y canto. Ayer por la mañana, todavía se veía alguna gente suelta, con sus compras. Hoy nada de nada. El silencio se extiende sobre el silencio. Sólo se escucha algún pájaro, algún ladrido.
El sabor de estar en casa se afirma a tiempo de igual hacerse extraño. Ahora mismo, mi casa podría ser una tienda en el desierto. Pero esta es mi ventana y allá está el naranjo de siempre y más allá las mismas cucardas de todos los días. Igual, mi casa podría ser una cueva, una caverna y la salida por la luz de la ventana. Atrás los bisontes, los caballos respirando en las paredes de la gruta.
O mi casa podría ser un quiosco mirando la calle que no pasa. O una retreta.
Se escuchó una lejana sirena. La razón del confinamiento nunca se pierde de vista. Se constituye en horizonte. Puedes verlo o no verlo, tenerlo atrás o adelante pero siempre sabes que está ahí.
Estar en casa hoy no es estar en la misma casa sino en esta en la que estás: la misma.
Normalidad
Estuve por el centro, en bicicleta. Esa extraña sensación de normalidad. “Extraña normalidad” ya es de por sí un oxímoron, en medio del cual estamos atrapados. Las calles más o menos normales, el tráfico más o menos normal, las tiendas más o menos abiertas, más o menos cerradas. Y todos con sus barbijos. Allá unas chicas pasan riendo y moviendo las manos, en una esquina un cuidador de autos baila al son de su radio.
Extraña normalidad, cuando todos estamos parados al filo del abismo. A estas alturas, cuando ya todos conocemos o tenemos a personas que fallecieron. Y también sabemos que no serán las últimas.
Y sin embargo, más allá de los hospitales, más allá de las mismas tragedias concretas, todos hacemos, en todo el mundo, lo que sea que estemos haciendo y sin aires de tragedia. La tragedia misma casi no se la ve.
Pictóricamente, más allá de las calles vacías y de los rostros con barbijos, la Covid 19 simplemente no da como para esos grandes frescos trágicos en que se retrataban las horrendas pestes. La visibilidad de la tragedia es ahora mortecina, sólo se la ve de reojo, sólo es una sección de los noticiarios.
Tampoco la literatura, a menos que se meta a un hospital, describirá en páginas espeluznantes, como las de Lucrecio, Ovidio o Defoe, las escenas más flagrantemente trágicas.
A esos lugares y hechos que no vemos y a los que no está permitido ni asistir, pues son contagiosos, se les sustituyen en cambio las escenas de interiores, de confinamientos, de pantallas y de zooms. Las muertes y sus tragedias terribles, cuando no tocan la propia puerta, quedan en un vago allá, que deseamos se mantenga lejos.
Y así, yendo por la calle en bicicleta, uno pareciera hacerlo como cualquier otro día, mientras tranquilamente va urdiendo un menú, se detiene a comprar unas frutas, se saluda con alguien que pasaba… y todo como si no pasara nada.
Lo real y lo irreal se mezclan de raras formas y nadie sabe muy bien por dónde anda ni dónde acabará. Las ceremonias de la pequeña vida cotidiana, de pronto, han adquirido mayor espesor. No soltarlas asegura algo de la navegación. Y a seguir…
El autor es escritor
Columnas de JUAN CRISTÓBAL MAC LEAN E.